DISCURSO
DE INCORPORACIÓN DE LA ACADÉMICA JENNY LONDOÑO LÓPEZ COMO MIEMBRO DE NÚMERO DE
LA ACADEMIA NACIONAL DE HISTORIA.
QUITO,
19 DE FEBRERO DE 2014
1. CONQUISTA Y PROCESO CIVILIZATORIO COLONIAL EN
AMÉRICA.
La sociedad española de 1495
estaba todavía imbuida del espíritu clerical del medioevo y mantenía
restricciones muy fuertes sobre la vida de las personas, y especialmente sobre
las mujeres. Por ello, en los primeros tiempos de la
Conquista, las mujeres ni siquiera fueron admitidas en los barcos en los que se
realizaron las primeras travesías, pues esta actividad se consideraba de
estricto dominio de los varones, y, durante varios años, las mujeres españolas
estuvieron ausentes de la tierra conquistada. Mientras tanto, las mujeres que habitaban
las tierras sometidas se convirtieron en objeto de apropiación por parte de los
españoles, pues llenaban tres necesidades fundamentales: alimentación, placer y
reproducción. Esto aceleró el proceso de mestizaje en el Nuevo Mundo.
En este primer momento,
fundacional de la nueva sociedad, los guerreros españoles fueron rechazados
por las comunidades nativas americanas, pero se impusieron a través de
la superioridad de sus armas y se abrió un proceso de apropiación paulatina de la
tierra, de los medios de producción y de la fuerza de trabajo, aprovechando la
racionalidad del sistema económico y político existente en la América conquistada, en especial, en el territorio de
dominación incásica. Se desencadenará, posteriormente, un proceso civilizatorio
que será llevado a cabo por la llegada de funcionarios españoles, enviados por
la corona, con el objeto de establecer una administración eficaz, en beneficio
de la metrópoli europea.
La sociedad conquistada empezó a
moverse en torno a los mandatos de una élite que se formó a partir del
prestigio de los conquistadores, quienes eran reconocidos por la corona
española y premiados con los títulos de propiedad de los inmensos territorios
que expropiaron a sus dueños originales, y con el derecho a contar con el
usufructo de una cantidad determinada de dichos nativos y mal llamados indios,
a su servicio. El rey premiaba a sus
súbditos más destacados con títulos nobiliarios y los hasta ese entonces burdos
guerreros conquistadores se convertían en la flor y nata de la nobleza colonial
y pasaban a ocupar lo que sería un espacio representativo de la corte española
en cada capital colonial.
Así, durante una primera fase de
este proceso, las mujeres nativas no serán marcadas todavía
por las normativas que más adelante regularán las relaciones inter-personales con los españoles y, por
ello, los españoles
irrumpirán con la fuerza que su calidad de conquistadores bastos les otorga. Establecerán
relaciones impuestas por el temor de los vencidos, muchos de los cuales
entregan a sus propias hijas para congraciarse con el dominador, a sabiendas de
que de todos modos ellos podrían tomarlas.
Un ejemplo de esta violencia conquistadora la
encontramos en el tratamiento a las vírgenes del Sol. Los españoles encontraron
a su paso la Casa de Mamaconas o Acllahuasi, institución Incásica mucho
más democrática que los monasterios católicos, que cobijaba a las vírgenes del
sol. Estas mujeres eran escogidas en todo el reino y eran formadas por las
mamaconas para el culto y el mantenimiento del templo del sol, pero había allí
otro grupo de mujeres que se preparaban para ser las esposas de los altos jefes
militares, y aprendían las labores que debían conocer para cumplir con sus
roles: hilar y tejer lana y algodón, cocinar y hacer chicha, y muchas otras
actividades. Una de estas casas estaba situada en el adoratorio de Tomebamba y
tenía 200 mujeres vírgenes. Había otra casa junto a la fortaleza de Tumbes y es
muy posible que hubiese otras Acllahuasis
en la ciudad de Quito.[1] Los conquistadores ávidos
de riquezas y lujuria, se repartieron a estas mujeres y violentaron toda la
estructura social, religiosa, jurídica y económica del imperio Inca. Así, en corto tiempo, los invasores, establecieron
relaciones poligámicas reproduciendo los usos y costumbres de los Incas.
Los primeros hijos de esa nueva sociedad serán entonces
los mestizos, producto de esta incursión de los nuevos dueños. De este modo, el
proceso de apropiación de la tierra y de los medios de producción, por parte de
los recién llegados, corrió paralelamente a la apropiación de las mujeres. Poco
después llegarán los esclavos y esclavas negros, que aportarán otros niveles de
diversidad étnica, social, y cultural al Nuevo Mundo y, posteriormente, vendrán
las primeras mujeres de España, que gozarán de una cierta flexibilidad en las
relaciones de género que establecen, en razón de su pertenencia a sectores de
bajo nivel cultural y jerárquico. Estas mujeres españolas serán muy disputadas debido
a su escasez. Se inicia así un nuevo
proceso civilizatorio.
De acuerdo al sociólogo Norbert Elías, el
acortesanamiento establece formas para el comportamiento de las personas, que
las van a diferenciar de la plebe. Se establecen formas de autocontrol de las
emociones, de las pasiones, que tienden a homogeneizar las respuestas de los
individuos, frente a los distintos hechos de la vida cotidiana. “Estos procesos pueden ser más lentos o más
rápidos, pueden darse de modo ininterrumpido…o bien a través de impulsos y
fuertes reacciones; en cualquier caso, un acortesanamiento estable pasajero, más o menos profundo, de los
guerreros se cuenta entre los presupuestos sociales más elementales de
cualquier movimiento civilizatorio importante, al menos por lo que hoy
sabemos.”[2]
A medida que el aparato de Estado colonial se establece
y consolida, las costumbres empiezan a cambiar y se van a establecer
controles más rígidos sobre el
comportamiento de las mujeres, los que irán de acuerdo al estamento social al
que pertenecen: así, las mujeres españolas y criollas de alto rango serán
sujetas al control moral y social ejercido por parte de las instituciones que
se imponen: una nueva forma de familia, una
religión monoteísta (manejada por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana) y, el
Estado colonial español, mientras que los habitantes primigenios se resisten a
esos controles del nuevo Estado.
A medida que se fortalece la institucionalidad colonial,
las divisiones jerárquicas se acentúan y se desarrollan normas más estrictas y
definidas de comportamiento social, constriñendo de manera más sistemática no
solo la movilidad de las personas, sino también los parámetros sociales de
relacionamiento, las relaciones matrimoniales y la sexualidad, lo que en
adelante se va a constituir en preocupación fundamental no solo de la Iglesia
sino también de las autoridades.
Una de las cuestiones reglamentadas de manera primigenia
por la legislación española fue lo relativo a la movilidad de hombres y mujeres
en los territorios conquistados, ya fuese el desplazamiento de
hombres y mujeres españoles a las Indias o el desplazamiento de hombres y mujeres
indígenas, mestizos, mulatos y esclavos fuera y dentro de los
territorios coloniales.
Sin embargo, la apropiación de
las leyes establecidas no es un proceso sencillo y unidireccional, al
contrario, es un proceso altamente complejo y que se mueve en múltiples
direcciones, pues las personas que están inmersas en el bando conquistado
también hacen parte de un sistema cultural y no son simplemente receptoras
pasivas, sino que, en el mismo proceso en que reciben las imposiciones de la
cultura que busca imponerse, desarrollan otro proceso paralelo de apropiación y
reelaboración de las normas para su aprovechamiento o resistencia.
Así, esas leyes establecidas
fueron con mucha asiduidad rotas o utilizadas de maneras diferentes por los
mismos sometidos y sometidas. El historiador Michel De Certau en su obra: “La
Invención de lo cotidiano”, señala que:
“Desde hace
mucho tiempo se ha estudiado…cuál era el equívoco que minaba en el interior el
“éxito” de los colonizadores españoles sobre las etnias indias: sumisos y hasta
aquiescentes, a menudo éstos indios hacían de las acciones rituales, de las
representaciones o de las leyes que les eran impuestas algo diferente de lo que
el conquistador creía obtener con ellas; las subvertían no mediante el rechazo
o el cambio, sino mediante su manera de utilizarlas con fines y en función de
referencias ajenas al sistema del cual no podían huir. Eran otros, en el interior mismo de la
colonización que los <asimilaba> exteriormente; su uso del orden
dominante engañaba ese poder, porque no contaban con los medios para
rechazarlo; se le escapaban sin separarse de eso. La fuerza de su diferencia se
mantenía en los procedimientos de <consumo>.”[3]
Por ello, en la
colonia, encontramos cómo los mismos españoles, indígenas y esclavos africanos,
que llegaron poco después, y más adelante la población mestiza, desarrollaron
diferentes estrategias para enfrentarse a las rígidas normativas impuestas
desde la institucionalidad estatal y religiosa.
Así, luego del sometimiento
brutal de los habitantes autóctonos en el proceso de la Conquista, se puso en
marcha un complejo mecanismo para establecer un control social sobre las
mujeres, que abarcó diferentes ámbitos, como la imposición de una sujeción
servil-sexual, en el caso de las indígenas; el control de la movilidad de las
personas, de acuerdo a diferencias étnicas, de clase, económicas y políticas, a
través de leyes que se instituyeron para regularla; y el control y tratamiento
diverso de la sexualidad de hombres y mujeres, a través de las instituciones
del matrimonio, la familia y la iglesia.
Sin embargo, como contraparte de
este control social existieron también estrategias de resistencia de las
mujeres y de los hombres, en sus diversas calidades sociales y étnicas, y la
resistencia a las estrategias oficiales de control de la vida cotidiana.
En el presente ensayo nos
referiremos al control de la movilidad de las personas, haciendo hincapié en la
situación de las mujeres y algunas de sus estrategias de resistencia.
2. CONTROL SOCIAL SOBRE
LA MOVILIDAD DE LAS PERSONAS.
En la colonia existieron varios
cuerpos normativos que estaban íntimamente comprometidos en la delimitación de
roles y segregación de los géneros. Nos concentraremos en aquellos que estaban
más evidentemente ligados a una política estatal de control social sobre la
movilidad de las personas y las mujeres, aunque también hubo segregación de los
géneros y regulaciones sobre el vestido y aditamentos personales.
El
proceso civilizatorio en los territorios coloniales produjo complejos
mecanismos para establecer un control social sobre la movilidad de las personas: cada navío que viajaba a los
territorios coloniales de América debía inscribir rigurosamente el nombre y el
estado civil, profesional o laboral de sus viajeros, su destino final y la
razón de su viaje. Se establecían
múltiples restricciones a la movilización sin licencia expresa de las
autoridades. Se regulaba la llegada de
religiosos o de personas que pudiesen significar un peligro para la fe
cristiana.
Una
de esas medidas de control será la de impedir la entrada a los territorios
conquistados de herejes, protestantes, o poblaciones rechazadas por los
castellanos como los llamados “marranos”, es decir los judíos conversos, y
también gitanos y moros. Esta segregación se produce por razones fundamentalmente
religiosas, pero también esconden oscuros prejuicios raciales.
Así,
en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, publicada por el Rey
don Felipe II, en 1567, se exigía el control de la licencia real para la
entrada a las Indias a religiosos y clérigos (Ley xj); se impedía el ingreso de
los que portaren hábito de San Jorge y San Esteban, que eran órdenes militares (Ley
xiij), también de los nacidos en Indias, quienes no debían volver sin licencia
(Ley iiij); igual de los moros o judíos convertidos (Ley xv), de los
reconciliados por la Inquisición, hijo, ni nieto de quemado, sambenitado, ni
hereje (Ley xvj); de los extranjeros "que no sean seguros de las cosas de
la Santa Fé Católica"; y también se mandaba que no se permitiera bajar a
las personas de los barcos, en un destino diferente al que constaba en su
licencia...[4]
Así, a los mercaderes extranjeros no se les permitía pasar de los puertos
iniciales a los que llegaban y se prohíbía a los nativos establecer relaciones
o amistad con ellos.
A. Movilidad
de los hombres casados
Uno
de los quebraderos de cabeza de la corona española fue la movilidad de los
hombres casados, pues habiendo llegado a la corte los informes de las múltiples
relaciones de amancebamiento que establecían los españoles en las Indias,
motivaron múltiples decretos reales que intentaban “proteger la institución
matrimonial” y, sobre todo, evitar el acelerado proceso de mestizaje. Esta
segregación, que aparece como un mandato moral, tiene a su vez un carácter
económico y sobre todo étnico, pues al Estado colonialista le preocupaba que
esos amancebamientos, realizados con mujeres indígenas, pudieran engendrar
hijos que se reclamasen luego como españoles, disminuyendo así la mano de obra
indígena, que era la base de la explotación de las riquezas enviadas a España
desde las Indias.
Parece
haber sido muy común el abandono de las cónyuges por parte de los esposos españoles
con la disculpa de que se iban a un viaje de negocios a las Indias. Las mujeres
abandonadas en España o en América no se quedaban de manos cruzadas, y muchas decidían
volver a la casa paterna, o continuar viviendo en su casa, mientras se
dedicaban a alguna actividad económica que les permitiese la sobrevivencia.
Algunas iniciaron demandas de divorcio alegando a su vez diferentes causales,
tales como el largo abandono del cónyuge, abandonos intermitentes, sevicia y
malos tratos, irresponsabilidad para manejar los negocios, vicios de
alcoholismo y juegos de azar y amancebamiento del cónyuge. Las autoridades
coloniales, por su parte, intentaban detectar estos casos e intervenían,
tratando de obligar a las parejas a que volviesen a rehacer su vida
matrimonial.
El Rey utilizó todos los mecanismos
estatales a su favor para controlar y vigilar la permanencia y convivencia de
los peninsulares con sus esposas y para tal efecto dictó decretos que
señalaban: “Que los Prelados se informen
de los españoles que hay allí casados o desposados en estos Reynos y avisen a
los Virreyes, Presidentes, Audiencias y Gobernadores para que los hagan
embarcar.”[5] Esto se hizo
obedeciendo a la tradicional política de la corona, empeñada permanentemente en
mantener la unidad e integridad familiar, y en disminuir la posibilidad de
amancebamiento de los españoles con naturales o esclavas de América, cuestión
vigilada permanentemente por los funcionarios reales, por los sacerdotes y por los miembros de la
autoridad local.[6]
La corona dictó, entonces, leyes
que previnieran y regularan esta anómala situación. Fue así como, en la
“Recopilación de Indias de 1680” se consagró todo un título (el Tercero del
libro Séptimo) a este asunto, bajo la denominación “De los casados y desposados
en España e Indias que estén ausentes de sus mujeres y esposas”.[7]
Las disposiciones de este título eran las siguientes:
"Ley I: Que
los casados o desposados en estos Reinos sean remitidos con sus bienes y las
Justicias lo ejecuten. Ley II: Que no se den licencias ni prorrogaciones de
tiempo a los casados en estos reinos si no fueren casos muy raros. Ley III: Que los casados en España sean
enviados mediante formas y prevenciones muy rigurosas. Ley IV: Que los enviados por casados y los
mercaderes, a los que se permita viajar solos y con plazo para regresar, no se
queden en el viaje. Ley VI: Que los enviados por casados del Perú no sean
sueltos en Tierra Firme. Ley VII: Que a
ningunos casados en las Indias se dé licencia para venir a estos Reinos sin
fianza para responder de que la ausencia no será por más del tiempo señalado.
Ley VIII: Que los que estuvieren ausentes de sus mujeres en las Indias, vayan a
hacer vida con ellas. Ley IX: Que sobre
verificar -la comprobación- de los que no son casados en estos Reinos- por
alegar haber enviudado, se proceda conforme al derecho.”[8]
Estas Leyes de Indias regían para
todos los españoles, no importando su rango o el cargo que fuesen a
desempeñar. Por ello, encontramos que
para los burócratas regía también una prohibición en este sentido: En la Ley
XXVIII del Título XXVI, se establecía claramente que “ningún funcionario español, que estuviese desposado en aquellos
reynos, fuese Virrey, Oidor, Gobernador, o titular de otro cargo,
podía viajar a las Indias sin la compañía de su esposa. También se dice que los ministros de Guerra,
Justicia y Hacienda deben llevar a sus mujeres con la licencia del Rey.”[9] Sin embargo, según una Real Cédula de 1554,
esta disposición podía eludirse si la cónyuge aceptaba por escrito estar de
acuerdo con el viaje de su esposo y, además, éste pagaba una fianza que
garantizaba que su viaje no excedería los dos años. En caso de no ser cumplida esta ordenanza, el
desacato era castigado con prisión. En
el caso de los esclavos, también regía la prohibición: "Que no pase a las Indias esclavo casado sin llevar a su mujer,
(Ley xxij)".[10]
(La cual nos parece muy difícil de que hubiese sido respetada por los
traficantes de esclavos).
Los mercaderes, en cambio, tuvieron
permiso para viajar sin su esposa hasta por un período de tres años, previa
autorización de la Casa de Contratación de Sevilla y aviso a los jueces del
lugar de su estadía para que los obligasen a cumplir con el tiempo señalado,
según la Real Cédula de 1550.
Estas leyes
contenían una cláusula que respetaba la libertad de decisión de las mujeres
peninsulares, sobre si deseaban o no
acompañar a su esposo. Desde luego, se necesitaba una causal y las más
esgrimidas para tal efecto, eran los problemas de salud o el temor a los
peligros que el dilatado viaje podía acarrear. En el caso de muerte súbita de alguno de los esposos, se permitía
continuar el viaje a uno de los dos cónyuges con sus hijos e hijas.
B. Movilidad de españolas y
criollas.
En los primeros tiempos coloniales había menos rigidez en las normativas sobre
la movilidad de las mujeres, por ello encontramos que, tal como lo señala Ots
Capdequí: "En cuanto al paso de
mujeres viudas o solteras solas, una Real Cédula de Fernando el Católico, de 18
de mayo de 1511, dejó al arbitrio de los oficiales de la Casa de Contratación
de Sevilla el que, vista su condición, provean lo que estimen más provechoso”.[11] Esto se explica por la necesidad que tenían los
conquistadores de que llegase un mayor número de mujeres españolas a los nuevos
dominios, pues ante su escasez, la mayoría de los españoles buscaban mujeres
indígenas.
El Estado español hizo regulaciones respecto de las mujeres casadas,
viudas y solteras que viajaban a los territorios coloniales a quienes se exigía
comprobar el vínculo matrimonial, para el caso de los esposos, porque se
descubrió que muchos españoles que viajaban a la América lo hacían acompañados en
realidad de sus amantes o barraganas:
"Cuando Algunos hombres
casados quisieren pasar a las Indias, y llevar sus mujeres, el presidente y
jueces de la Casa sepan si son casados, y velados por ley, y bendición como lo
manda la Santa Madre Iglesia... y constando que son los contenidos los dejen y
consientan pasar, conforme a las licencias que llevaren, y no en otra forma."[12]
Sin embargo, cuando se trataba de
mujeres casadas, cuyos maridos residían en Indias y las llamaban para
que fuesen a vivir con ellos, se ordenaba que se les permitiera el paso sin
exigirles licencia alguna y solo con la presentación de "informaciones hechas en sus tierras y vecindades".[13]
En 1539 y luego en 1575, se dictaron otras disposiciones reales sobre las
mujeres, que fueron incorporadas a la Recopilación de 1680, y en las que se
señalaba: “que no pasen mujeres solteras
sin licencia del Rey y las casadas vayan con sus maridos”.[14] Sin embargo,
estas estrictas leyes fueron ignoradas cuando el monarca tuvo necesidad de
incrementar la población en algunas regiones como Perú, Panamá y Nombre de
Dios.
A partir de 1554, una Carta Real instruyó a dichos oficiales que “sean obligadas las mujeres a dar información
de su limpieza, como los hombres y que no dejen pasar a ninguna sin licencia
expresa”.[15] Esta disposición pretendía evitar que pudieran ingresar
a los territorios colonizados por España mujeres consideradas “de vida libre, aventureras o prostitutas”,
sobre las cuales ya existían quejas al respecto. Sin embargo, toda esa
profusión de normativas destinadas a garantizar la unión y estabilidad de la
pareja monogámica fue permanentemente burlada por los varones españoles, que se
dieron mañas para enredarse en relaciones clandestinas o concubinatos públicos,
sin que se salvaran funcionarios, soldados, religiosos, ni mercaderes.
C.
La movilidad de los y las indígenas:
La situación de los y las indígenas al interior de la Audiencia de Quito
variaba de acuerdo a las zonas geográficas del territorio audiencial. Todos
estaban sujetos a sus respectivas autoridades locales y a las autoridades
coloniales, y no podían moverse libremente. Su estatus variaba de acuerdo al
tipo de actividad económica de la comunidad indígena a la que pertenecían,
fuera ésta la agricultura, la crianza de animales domésticos, la elaboración de
fibras y tejidos y demás objetos artesanales o el servicio doméstico en las haciendas.
En diciembre de
1528, el Rey dictó unas ordenanzas destinadas a mejorar el tratamiento de los
indios; una de ellas prohibía que los encomenderos retuvieran a las indias a su
servicio, manteniéndolas separadas de sus hijos y maridos, aún cuando, ellas
declarasen estar de acuerdo y aunque recibiesen su paga. Una Real
Cédula de Felipe III, legisló, posteriormente que:
“ninguna india casada puede concertarse para
servir en casa de español, ni a esto sea apremiada si no sirviere su marido en
la misma casa, ni tampoco las solteras queriéndose estar o residir en los
pueblos, y la que tuviere padre y madre no pueda concertarse sin su voluntad.”
La “Recopilación” de 1680 impedía que los navegantes, o las personas que
viajaban de un territorio colonial a otro, llevasen consigo a mujeres indias
casadas o solteras; ordenaba también que los capitanes de tropa vigilasen a sus
soldados, para evitar la “promiscuidad y
la inmoralidad”. Como parte de estas
mismas leyes, se mandó: “se hagan y conserven casas de recogimiento
en que se críen las indias”, y “donde se recojan de noche todas las indias
solteras... para evitar amancebamientos y deshonestidades..., y (que) ningún
capitán ni oficial pueda tener indias solteras en su servicio”. Al mismo tiempo, se exigía que
“las justicias apremien a las indias amancebadas (con españoles) a irse a sus
pueblos a servir.”[16]
Desde luego, más importante que los recelos morales de la corona española
eran los de orden económico, que primaron en el tratamiento a la movilidad de
las mujeres indígenas. Una de las razones residía en que la estabilidad de las
familias indígenas en una misma circunscripción geográfica era importante para
la realización de los censos, y éstos, a su vez, servían para un control
exhaustivo de la tributación indígena. Y cuando un indígena se cambiaba de
lugar de residencia se producía un descontrol en los padrones de tributos y los
indios migrantes podían quedar a la deriva, sin que autoridad alguna los
obligase a pagar las imposiciones económicas a la corona.
Estos indios migrantes eran llamados “ladinos”
por su gran capacidad para adecuarse y asimilarse a nuevos lugares de
habitación, pero con el espíritu de evadir los censos y los tributos. De ahí
que las leyes dictadas tratasen de impedir estos movimientos de la población
indígena, mandando: “Que los indios no se
dividan de sus padres”. “Que la india casada sea del pueblo de su marido, y
viuda pueda volver a su origen, y tener los hijos consigo”. “Que los hijos de
indias casadas sigan el pueblo de su padre y los de solteras el pueblo de la
madre”.[17]
El avance del mestizaje indiscriminado preocupaba a la monarquía, porque
cada vez eran más numerosos los mestizos que intentaban probar que tenían
sangre española, por ser su padre hombre de esta calidad, para quedar libres
del pago del tributo, como puede verse en los juicios de comprobación de su
calidad mestiza. Con el afán de precautelar sus finanzas, el Estado dispuso que
los hijos de indias casadas “se tengan y
reputen por del marido y no se pueda admitir probanza en contrario, y como hijo
de tal indio hayan de seguir el pueblo del padre, aunque se diga que son hijos
de español, y los (hijos) de indias solteras sigan el de la madre”.[18]
Hubo
ciertamente un espíritu protectivo de la
legislación española frente a las mujeres indias, que se manifestó mediante
disposiciones que buscaban refrenar los abusos sexuales que los conquistadores
cometían contra ellas. Pero, mientras el Rey se esmeraba en estas normativas,
los encargados de aplicarlas castigaban con mayor severidad a las mujeres
indígenas que a los españoles.
D.
Movilidad de la población esclava.
Si la población negra llegó a América por un acto de barbarie de los
europeos, que los cazaban a la fuerza en las costas africanas y los trasladaban
como esclavos a los nuevos territorios coloniales, no fue menos dolorosa su
experiencia de migrantes forzados e implantados en una sociedad completamente
diferente a sus sociedades originarias, caotizadas ya por la diversidad racial
y cultural existente en el Nuevo Mundo.
Por ello, el derecho a la movilidad no sería jamás una de las atribuciones
de la población esclava. Los esclavos venían hacinados y amarrados en los
barcos, sobreviviendo apenas; los que iban muriendo eran arrojados al océano y
los que llegaban vivos habían demostrado su gran capacidad de supervivencia y
así eran vendidos al mejor postor.
En cuanto a la movilidad de los esclavos encontramos que en la Ley xvij
se establece: “que no pasen a las Indias
esclavos blancos, Negros, Loros, Mulatos, ni Berberiscos, sin expresa licencia
del Rey y penas de contravención”. La Ley xviij establece: "que no pasen a las Indias Negros ladinos, ni se consientan en ellas los
que fueren perjudiciales."
Tampoco debían entrar a las indias, “negros
esclavos que hubiesen vivido hasta dos años en España o Portugal, los esclavos
llamados Gelofes, los de Levante y los criados con Moros, aunque sean de casta
de negros de Guinea".
Según
la legislación, el estatus de los esclavos y esclavas era peor que el de los
indios, porque para estos últimos la corona dictó, permanentemente, una serie
de leyes que intentaban protegerlos del abuso de los encomenderos y
obrajeros. Mientras tanto, al negro se
lo consideraba un animal de carga y uso, y las autoridades frecuentemente se
hacían de la vista gorda ante las múltiples infamias cometidas contra los esclavos
por sus amos españoles. Pero, por otro
lado, el hecho de que los negros costasen una buena cantidad de dinero a sus
dueños, creó una cierta responsabilidad y obligación en el amo, que debía
preocuparse de alimentarlos y cuidarlos para que no enfermasen ni muriesen.
Esta
situación no era comparable con el tratamiento dado a los indígenas, quienes
eran tratados simplemente como piezas que podían ser repuestas sin costo
alguno. Así, por razones de puro interés económico, los esclavos negros
resultaron colocados, en la práctica, en un estrato superior al de los indios, pese
a que estos eran reconocidos como vasallos libres del Rey.
El
trato dependía del tipo de trabajo a que fuesen asignados: un esclavo de
plantación era tratado con un rigor brutal, en busca de sacar el máximo
rendimiento a su fuerza de trabajo, y se le mantenía aherrojado, es decir
encadenado con grilletes de hierro, para evitar cualquier posibilidad de
rebelión o fuga; por el contrario, un esclavo destinado al servicio doméstico
gozaba de una vida algo más cómoda, pues no se le aherrojaba, se le vestía y
alimentaba mejor, se le encargaban tareas menos duras y, en ocasiones, hasta se
le trataba con cierta familiaridad.
Por
otra parte, los esclavos fueron usados en batallones para la represión militar contra
los levantamientos indígenas y contra los insurgentes criollos. Recordemos que
en la Revolución quiteña de 1809-1812, se trajo al Batallón de Pardos de Lima
para enfrentar a los patriotas y al pueblo sublevado, y que estos pardos
causaron una gran carnicería en Quito, robaron, violaron y atacaron a las mujeres. En
el Río de la Plata, los dueños de esclavos se vieron obligados a entregar dos
de cada cinco esclavos que tuvieran a las milicias españolas, pero,
curiosamente, cuando el general José de San Martín organizó el ejército para la
independencia del Perú, de los 1200 hombres con que contaba, 800 eran negros
libertos.[19]
Con
todo, ello no amenguaba la brutalidad esencial de la esclavitud, ni la
indignación de los esclavos frente a su situación, que se reflejaba en sus
frecuentes fugas y sus ocasionales alzamientos. En este marco, las leyes que
regulaban el comportamiento de los negros y mulatos y los castigos dados a los
esclavos que las rompiesen, eran verdaderamente crueles. Los castigos contra el
cimarronismo (delito de fuga) y la rebelión, eran verdaderamente espeluznantes.
La pena mayor consistía en el descuartizamiento de la víctima y en la
exposición pública de sus miembros.
Para
delitos menores se aplicaban azotes y mutilaciones de manos, orejas y, en
ocasiones, del miembro viril, aunque, posteriormente, esta última pena fue
combatida por la corona. Había pena de
muerte para el negro o negra, mulato o mulata que instigase a otro esclavo a la fuga. Y si un español les daba asilo o
algún tipo de ayuda, podía ser desterrado de las Indias y condenado a la
confiscación de la mitad de sus bienes, razón por la cual los blancos se
cuidaban mucho de amparar a un esclavo huido. A más de estos castigos, existían
recompensas para quienes denunciasen el paradero de un negro o negra
cimarrones.
Especialmente
duras fueron las penas impuestas por el Cabildo de Quito al cimarronaje de
negros y negras. En acta del 11 de enero de 1548, se establecieron los
siguientes castigos: Por la primera fuga, diez pesos de oro de multa para el
amo y cien azotes para el negro. Por la segunda, la misma multa para el amo y
cortada de dos dedos del pie derecho para el negro. Y por la tercera, la
consabida multa y el pago de daños y perjuicios por el amo, y pena de muerte
para el negro.[20] Posteriormente, en enero de 1551, el mismo
Cabildo de Quito ordenaba que al negro prófugo que no volviese en el tiempo de
ocho días “le corten el miembro genital,
e los compañones.”[21]
Igual pena merecía el negro que se atreviese a tentar a las indias.
Las
leyes contra el cimarronaje se aplicaban con igual dureza a hombres o mujeres e
iban desde los cien azotes hasta la horca.
A este respecto, la Recopilación de 1680 disponía:
“En la provincia de Tierrafirme han sucedido
muchas muertes, robos y daños, hechos por los negros cimarrones alzados, y
ocultos en los términos y arcabucos: Y para remediarlo mandamos, que al Negro,
ó Negra ausente del servicio de su amo quatro días, le sean dados en el rollo
cincuenta azotes, y que esté allí atado desde la execución, hasta que se ponga
el sol; y si estuviere más de ocho días fuera de la ciudad una legua, le sean
dados cien azotes, puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo
pese doce libras y descubiertamente la trayga por tiempo de dos meses, y no se
la quite, pena de doscientos azotes por la primera vez: y por la segunda otros
doscientos azotes, y no se quite la calza en quatro meses, y si su amo se la
quitare, incurra en pena de cincuenta pesos repartido por tercias partes
iguales, que aplicamos al Juez, Denunciador, y obras públicas de la ciudad, y
el Negro tenga la calza hasta cumplir el tiempo.”[22]
Del
mismo modo, los esclavos cimarrones que hubiesen huido y que volviesen por
propia voluntad, aún trayendo a otros cimarrones presos, no merecían la
libertad, ni ningún premio, sino que eran castigados conjuntamente con los
esclavos que ellos habían traído.
Con
relación a las mujeres esclavas, su fijación territorial fue mucho más drástica
que la de las indias, ya que ellas carecían en absoluto de movilidad, so pena
de ser acusadas de fuga. Sus
posibilidades de cambio se concretaban a pasar de manos de un amo a otro, por
vía de venta, de alquiler o de herencia.
Su vida era una suerte de juego de ruleta y dependía en gran medida del
nivel de humanidad que tuviese la familia que las compraba. Por lo general, las
esclavas domésticas trataban de ganarse la buena voluntad de sus amas y, en
muchos casos, lograron llevar una vida soportable, aunque, en otros, la
persecución sexual de los amos provocaba los correspondientes celos y castigos
de las amas blancas.
En
la documentación de archivo hay demandas de negras y mulatas que huían del
maltrato de sus amas y amos y que solicitaban a las autoridades ser vendidas a
otros, con el fin de salvar sus vidas de aquel martirio. Sin embargo, parece haber sido difícil, para
las esclavas, conseguir protección jurídica de las autoridades para lograr
mejores tratos, a no ser en circunstancias extremas, como la excesiva y
reiterada crueldad de un amo o la concurrencia de un acucioso defensor entre los
funcionarios reales.[23]
Las esclavas destinadas al servicio doméstico tenían acceso a una vida
menos agitada, pero no menos dura, en la que cumplían con las tareas que les
habían sido asignadas y tenían por lo general una alimentación más abundante y
un mejor trato. En muchas ocasiones se creaban lazos de verdadero afecto con
sus amos por los largos años de convivencia con ellos, y por haber amamantado y
criado a los hijos de una familia. Es el caso del Libertador Simón Bolívar y su
nana Hipólita y de Manuela Sáenz con su compañera de la infancia Jonatás.
Las
posibilidades de cambio de los roles de las esclavas podían a veces mejorar,
cuando siendo hijas ilegítimas de hombres criollos lograban su libertad a
través de un reconocimiento post mortem. Su inmovilidad podía ser alterada
cuando eran vendidas a un amo de otro
lugar, o alquiladas. Más adelante, en la
colonia alta, algunas esclavas podrán comprar su libertad, con sus ahorros, o merecerla por el agradecimiento de sus amos
o por el amor de sus patronos y serán llamadas despectivamente: “horras” o “libertinas”.
3.
RESISTENCIA A LAS NORMATIVAS QUE IMPEDÍAN LA MOVILIDAD DE LAS MUJERES
Las mujeres coloniales no podían viajar solas. Los viajes en aquella
época eran terriblemente peligrosos ya fueran por barco o por tierra,
excesivamente largos y difíciles, sobre todo para las mujeres, por las
dificultades para encontrar tambos o casas en las que se pudiera pernoctar y
recibir alimentación adecuada. En la mayoría de los viajes por tierra se corría
el peligro de ser asaltados por bandas de ladrones, y en el caso de mujeres no
era raro encontrar forajidos dispuestos a una violación o abuso sexual. Se
sufría también por las inclemencias del tiempo, exceso de calor, sequía,
lluvias e inundaciones.
Los viajes por mar no estaban exentos de complicaciones, pues eran mucho
más costosos y también podían ser asaltados por piratas o bandas de
delincuentes locales y finalmente, estaban sometidos también a los problemas
del clima, vendavales, exceso de calor, enfermedades infecciosas por el consumo
de agua o comida contaminada, etc. Todo ello nos muestra una panorámica mucho
más compleja, respecto a las reducidas posibilidades de movilización que tenían
las mujeres de aquella época.
No es raro encontrar en la vida de cualquier sociedad mujeres que
rompieron las normativas y los controles, aunque muy pocas de ellas pasaron a
la historia. Existen algunas historias individuales que se convirtieron en
mitos y que atravesaron los imaginarios culturales de todo el continente
americano. Tenemos el caso paradigmático de la monja vasca Catalina de Erauso,
quien escapó de un convento de España, en el siglo XVII, disfrazada de hombre y
viajó a las Indias, lo que ha sido recreado por la literatura
latinoamericana.
Ella se unió a los conquistadores que iban de México a Chile y vivió y
participó de los avatares de la conquista de los indios araucanos, haciéndose
pasar por alférez y disfrutando de múltiples aventuras con “mujeres de la élite
criolla”, hasta que, según la leyenda tejida a su alrededor, y luego de escapar
de las autoridades coloniales en varias ocasiones, fue detenida, en el Perú,
por haber dado muerte a un contendor en una riña callejera; al ser descubierta
en su identidad biológica femenina, fue encerrada en un convento, en el que se
arrepintió, aceptando volver a su antigua vida.[24] Es muy posible
que esta mujer hubiese sido una transexual, una de esas identidades sexuales que
han sido identificadas en las últimas décadas, pero que en el pasado eran
rechazadas y sometidas a crueles castigos.
Existe otro caso de ruptura con las identidades impuestas, que también
pasó a la historia y fue la fuga de otra monja, Dominga Gutiérrez, en Lima, un
6 de marzo de 1831, quien escapó del monasterio de clausura de Santa Teresa de
Jesús. Ella se había hecho monja estando muy joven y motivada por una
desilusión amorosa. Pero luego de vivir en el claustro por 14 años, armó toda
una estrategia de fuga que incluyó incendiar la celda, para hacer creer a sus
compañeras religiosas que ella había muerto. Sobornó a la portera y se escapó,
pero tiempo después fue descubierta y castigada. El caso fue documentado por la pionera del
feminismo y luchadora socialista, Flora Tristán, nacida en París el 7 de abril
de 1803, quien escribió el libro “Peregrinaciones de una Paria”,[25] sobre su viaje al Perú, en el que detalló los
pormenores de esta historia, dejando al descubierto la profunda hipocresía, la
envidia y las peleas internas que reinaban al interior de los conventos
coloniales.[26]
Otra historia que rompió las amarras de la inmovilidad de las mujeres en
la época colonial fue la de Isabel Grandmaison, guayaquileña de nacimiento,
hija de un francés afincado en la Audiencia, el general Pedro Grandmaison y de una
madre guayaquileña, doña Josefa Ricardo y Pérez. Criada y educada en Riobamba, Isabel se
desposó con Juan Bautista Godin Des Odonnais, quien llegó a Quito junto con la
Misión Geodésica Francesa, en 1736 y tenía 26 años cuando en 1741 se desposó con
Isabel, de apenas 13 años. (Esta diferencia de edades era bastante común en
aquella época).
La pareja procreó varios hijos que murieron en edades tempranas, a causa
de enfermedades infecciosas. Pero la situación económica de Juan Bautista se
tornó bastante difícil cuando la Misión Geodésica retornó a Francia, y en 1749,
muerto ya su padre, tomó la decisión de
volver a Francia para reclamar su herencia, con la promesa de que enviaría por
su esposa. Isabel esperó 18 años el cumplimiento de la promesa, pero perdió el
contacto con el esposo. En ese duro período
falleció de viruelas la única hija viva que le quedaba, con apenas 18 años, y también su madre, que la había acompañado en esos dolorosos
años de ausencia de su marido.
Este golpe mortal del destino la hizo tomar la decisión de organizar el
viaje a Francia, para reencontrarse con su esposo. Varios miembros de su
familia la acompañaron, entre ellos, su padre, sus dos hermanos, un sobrino, un
médico y un servidor que conocía la ruta, más 34 servidores, entre guías
indígenas y portadores de los equipajes. El viaje se realizó a través de las
selvas orientales, pues ella debía llegar a la Guayana Francesa, pero el
tránsito fue una cadena de desastres, en la que fueron muriendo o
desapareciendo todos sus familiares y acompañantes, con la única excepción del padre,
que se perdió en la selva. Isabel logró
sobrevivir por la fuerza de su deseo de reencuentro con su esposo, y más tarde pudo
volver a ver a su padre.
Recién en 1770, después de 21 años de separación, pudo abrazar a su
marido en la Guayana Francesa, en donde vivieron 3 años y en 1773 arribaron a
París. La pareja vivió en Saint Amand Montrond durante 20 años y en su honor fue
puesto su nombre a una calle y a la biblioteca del pueblo. Pero su esposo se le volvió a adelantar y
murió el 1º de marzo de 1792. Ella lo
sobrevivió durante cinco meses. Su historia se volvió famosa por el informe que
escribió Charles Marie de La Condamine, sobre un relato escrito por el esposo
de Isabel, Juan Godin.[27] Una importante cineasta ecuatoriana, Yanara Guayasamín,
está realizando ahora un largometraje sobre su vida.
Volvamos ahora a las normativas coloniales. Sabemos que fueron muy
explícitas en señalar cuáles eran las limitaciones de las mujeres del “Nuevo
Reino”, en términos de su movilidad, pero también que muchas de ellas, sobre
todo las pertenecientes a las diferentes etnias, las mestizas y de castas,
desarrollaron formas creativas para burlar dichas leyes y así encontramos mujeres
que viajaron a diversos lugares, desarrollando inteligentes estrategias.
Hubo mujeres que establecieron relaciones amorosas no refrendadas por las
autoridades coloniales y se fueron a vivir lejos de su familia para ejercer una
libertad personal que les era negada, como fue el caso de la guayaquileña Rosa
Campuzano, hija natural de un rico productor cacaotero y funcionario colonial,
Francisco Herrera Campuzano y Gutiérrez y de una mujer mulata llamada Felipa
Cornejo. Ella heredó el color blanco de la piel de su padre y sus ojos azules.
Era una mujer inteligente y tenía una mínima instrucción, pero logró establecer
una relación amorosa con un importante hombre de negocios español acaudalado, y
general realista, con quien emigró a Lima, en 1817. En esa ciudad se conoció con importantes
mujeres y hombres líderes de la lucha independentista para quienes la
información de su esposo militar resultaba muy importante.
“…Los elegantes salones de la
Campusano, en la calle de San Marcelo, fueron el centro de la juventud dorada.
Los condes de la Vega del Ren y de San Juan de Lurigancho, el marqués de
Villafuerte, el Vizconde de San Donás, y otros títulos partidarios de la
revolución; Boqui, el caraqueño Cortínez, Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos
caracterizados conspiradores a favor de la causa de la Independencia formaban
la tertulia de Rosita, que con el entusiasmo febril con que las mujeres se
apasionan de toda idea grandiosa, se hizo ardiente partidaria de la patria.”[28] Y en esas tertulias estuvo por supuesto, Manuela Sáenz,
quien llegó a ser íntima amiga de la Campusano.
Rosita Campusano fue condecorada por su dedicación a las tareas de apoyo
al proceso libertario del Perú, por el Libertador José de San Martín, con quien
ella tuvo una relación amorosa que no duró mucho, porque San Martín era casado.
Rosita Campusano no
tuvo la misma suerte de Manuela Sáenz, en términos del prolongado amor que a
ésta le tributó Bolívar, aunque salpicado por su espíritu de conquistador
empedernido. Pero mientras Bolívar mantuvo siempre una relación de respeto y
consideración hacia Manuela, el Generalísimo José de San Martín mantuvo en la
clandestinidad su relación con Rosa, hasta donde pudo, para luego abandonarla,
en el peor momento de reacción de las fuerzas realistas. Rosa terminó sus
días, al igual que Manuela Sáenz, sola y pobre, aunque ella posteriormente se
casó con un artesano y tuvo un hijo al que pudo criar y educar, con la ayuda de
antiguos compañeros de las luchas independentistas.
Otra mujer que rompió tempranamente el marco de la inmovilidad, fue
nuestra heroína nacional, quiteña de nacimiento y bolivariana por convicción,
doña Manuela Sáenz y Aizpuru, nacida con la condición de ilegítima y criada
como expósita en el Convento de las Conceptas, por una tía monja; pasó a los
siete años a vivir en casa de su padre chapetón, don Simón Saenz de Vergara, y
fue educada en el Convento de las Catalinas. Unos años después viajó a Panamá, en
compañía de su padre y allí se comprometió en matrimonio con el naviero James
Thorne, con quien se casó en la ciudad de Lima,
radicándose en Perú por algunos años, donde desarrolló una importante
experiencia de lucha por la independencia peruana, que le valió, igualmente, la
condecoración de Caballeresa del Sol, otorgada por el General José de San
Martín.
Dos situaciones la forzaron a abandonar a su esposo: una relación de amancebamiento
de éste con otra mujer, y el rechazo de Thorne a las concepciones
independentistas de Manuela. Planeó separarse de él y viajó a Quito con la
justificación de arreglar los detalles formales de su herencia materna. En
Quito, conoció y estableció una relación amorosa con el triunfante General
Simón Bolívar, a quien acompañó en Quito, Guayaquil, Lima, Alto Perú y Nueva
Granada, compartiendo con él los avatares de las luchas independentistas, colaborando
en la logística militar, combatiendo en la Batalla de Ayacucho y cuidando
celosamente sus archivos hasta después de su muerte.
Manuela compartió con el Libertador sus triunfos y reveses, y lo cuidó
permanentemente de los planes forjados para asesinarlo, ganándose el odio de
algunos de sus colaboradores más cercanos, como el General Santander. Al mismo
tiempo desafió las estrictas normas coloniales, que le impedían divorciarse de
su esposo para realizar un matrimonio legitimado por la sociedad colonial,
viviendo siempre cerca de Bolívar. Tenía su herencia y ayudó a la Independencia
hasta quedar empobrecida. Como bien sabemos, los enemigos de la causa
bolivariana le cobraron caro su gran dedicación a la causa de la unidad de los
países liberados por Bolívar y la expulsaron de Bogotá, y por las mismas
razones la expulsarían más tarde del recién nacido país de Ecuador. Terminó
refugiada en el Perú, país que la recibió, pero confinándola en Paita, un
pequeño puerto del Pacífico, en donde falleció también como Rosa Campusano, sola
y pobre.
Otro caso de ruptura de la movilidad fue el de varias mujeres mestizas de
la Audiencia de Quito, que ubicaron su residencia en El Callao, Perú, para
dedicarse al ejercicio de las artes adivinatorias, siendo perseguidas por el
Tribunal de la Inquisición de Lima y juzgadas y castigadas entre 1650 y 1780, por
el Santo Oficio, que no solo les confiscó todas sus pertenencias sino que también
las confinó al destierro, en diversos lugares de la geografía peruana.
Las guerras de independencia conllevaron la movilización de mujeres tras
sus esposos o convivientes de las milicias, padres o hermanos y, en muchos
casos, familias enteras que seguían a los ejércitos independentistas para
apoyar a sus familiares en la guerra y para evitar posibles ataques del bando
español a sus viviendas, con las respectivas retaliaciones y violaciones. En
estas movilizaciones las mujeres se jugaban la vida cada día y desarrollaban
una inmensa cantidad de tareas logísticas que ahora son cumplidas por unidades
militares especializadas, pero aún así merecieron en algunas partes epítetos
por parte de las fuerzas reaccionarias como el nombre de rabonas, en Perú, y de
guarichas en la Audiencia de Quito. En Colombia las llamaron voluntarias o
juanas.
Hubo también mujeres que escaparon de maridos violentos y se escondieron
logrando evadir las leyes que impedían y controlaban la movilidad de las
personas.
En
este sentido, el proceso de institucionalización de la convivencia y las
relaciones sociales entre los grupos de la diversidad étnica, económica, social
y cultural, estuvo lleno de contradicciones y de injusticias. Ya que a través
de un largo proceso de represión y violencia, establecida en todo el cuerpo
normativo, se pretendía implantar una rígida moralidad en las mujeres españolas,
criollas, indígenas, o esclavas, que permanentemente entraba en conflicto con
las prácticas cotidianas de la moral de los poderosos, y que mostraba su débil
impregnación, sobre todo, durante las fiestas populares, como las del Carnaval y
otras, en las que las profusas libaciones sacaban a flor de piel los humanos
deseos y la sensualidad reprimida de hombres y mujeres.
La sociedad estamental regulaba la moralidad de
acuerdo a la adscripción social de las personas. No había, en esa medida, una
normatividad homogénea para todas las mujeres, pues las españolas peninsulares
y criollas estaban sujetas al control familiar, eclesiástico, jurídico y social
a través del concepto de honra, de la dote, del matrimonio o de la vida
religiosa. Mientras tanto, las mujeres
plebeyas no eran exigidas en la misma medida respecto al control de su cuerpo y
su sexualidad y esto generaba la posibilidad de que ellas desarrollasen
múltiples mecanismos de relacionamiento y negociación con miembros de los
sectores dominantes, en procura de mejores condiciones de supervivencia para
ellas y sus familias a cambio de sus favores amorosos y sexuales.
A partir de las Reformas Borbónicas, la sierra norte
sufrió los estragos de las restricciones impuestas por la corona a ciertos
cultivos e industrias quitenses, lo que generó empobrecimiento de este sector y
desató el desplazamiento forzoso de miles de trabajadores hacia la provincia de
Guayaquil, en busca de mejores oportunidades de trabajo, dejando a sus esposas
solas con la responsabilidad de sacar adelante a su prole; esto impuso a las
mujeres la necesidad de desplegar su creatividad en actividades de supervivencia,
sobre todo en el ámbito del comercio, pero otras se abrirían con mayor audacia
hacia estrategias de supervivencia, basadas en la búsqueda de relaciones
concubinarias de corto o largo plazo, con el objeto de sobrevivir a la crisis económica.
Al mismo tiempo, mujeres criollas, mestizas,
indígenas y mulatas, que accedieron a mejores niveles educativos o a una
conciencia crítica, respecto a las leyes que aquel rey lejano imponía en el
país colonizado, desarrollaron nuevas estrategias en la lucha contra los poderes
coloniales y desafiaron sus leyes, organizándose en tertulias patrióticas,
desarrollando acciones de concientización de otras mujeres, llevando a cabo el espionaje
de los planes españoles y otras acciones beneficiosas para la acción de los
patriotas. Ellas también establecieron relaciones amorosas con líderes de la
lucha independentista, creando una nueva moralidad basada en la libertad de
decidir y no en la imposición patriarcal, llegando a denunciar, en algunos
casos, sus matrimonios forjados con mentiras o coerción, presentando demandas
de divorcio, liderando a grupos de mujeres que desarrollaron acciones
importantes en la lucha contra la dominación española.
Así, en Quito, tuvimos a un importante grupo de
valerosas luchadoras libertarias, como
Manuela Espejo, organizadora de una tertulia de patriotas, quien se casó en
1804, a los 44 años de edad, con José Mejía Lecquerica, que recién contaba con
22 años, invirtiendo la diferencia de edades entre el hombre y la mujer, que
era típica en los usos matrimoniales coloniales. Otras de ellass fueron Manuela
Cañizares, activista de la revolución quiteña y amante del intelectual altoperuano
Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de sus líderes; Josefa Tinajero y Checa, activa
comerciante, quien interpuso demanda de divorcio a su esposo y se convirtió en amante
del revolucionario antioqueño Juan de Dios Morales, máximo inspirador de la
revolución quiteña de 1809; Rosa Zárate y Ontaneda, amante y luego esposa de
Nicolás de la Peña, ambos luchadores y mártires de la revolución, y madre de
otro joven mártir, Antonio de la Peña; Mariana Matheu de Ascásubi, casada con su
primo Joseph de Ascásubi, revolucionaria y escritora; María de la Vega y Nates,
esposa del jefe militar coronel Juan de Salinas; María Ontaneda y Larraín, mujer
libre y combatiente, quien comandó un contingente guerrillero que se batió con
las armas en la Batalla del Panecillo y en la Batalla de Ibarra; y muchas otras mujeres que contribuyeron a la
Independencia, y que recién están siendo recuperadas en nuestra historiografía.
Esas revolucionarias aportaron su
fervor y su inteligencia a la causa patriótica.
Ellas derrotaron la inmovilidad y la segregación de género a la que
fueron sometidas las mujeres en la colonia. Fueron mujeres de nuevo tipo, que contribuyeron
con su pensamiento libertario no solo a la independencia de sus países, sino a
un cambio de mentalidades en relación con las mujeres, mostrando que tenían
iguales capacidades y, por tanto, iguales derechos.
Con el triunfo de la Independencia,
estas mujeres nuevas emprenderían el camino de lucha en la construcción de las
nacientes repúblicas americanas, abriendo un sendero para las generaciones de
mujeres que construirían los nuevos paradigmas de movilidad, de educación, de
trabajo, de búsqueda de equidad de género y de libertades para las mujeres.
Estas mujeres nos mostraron que no
pueden existir sociedades plenas y progresistas sin la inclusión de la mitad de
su población, las mujeres, porque sin el concurso de las mujeres ninguna
democracia es posible, ninguna forma de gobierno es respetable, ninguna
revolución es viable.
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[1]
Pedro Cieza de León: La Crónicas del Perú, 4° parte, libro III, Guerra de
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[2] Norbert, Elías:
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México, s/f., p. 482
[3] De Certau, Michel: La Invención de lo Cotidiano. I. Artes de
Hacer. Universidad Iberoamericana,
México, 1996, p. XLIII.
[4] Recopilación de Leyes de los Reynos de las
Indias, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1973, Tomo IV, Libro IX, Título
XXVI, De los Passageros.
[5] Ots Capdequí, J.M. : “El Estado Español en
las Indias.” Ed. de Ciencias Sociales,
La Habana, 1975, ps. 102-103.
[6] Recopilación, op. cit. Tomo IV, Libro IX,
Titulo XXVI. De los passageros.
[7] Recopilación... Libro VI, Tit. I, “De los
Indios”.
[8] Ots, Capdequí, op. cit. p.102-103.
[9] Recopilación, ob.cit., Libro IX, Título
XXVI, De los passageros
[10] Recopilación, ob.cit., Libro IX, Título
XXVI, De los passageros, Ley xxij.
[11] Ots, Capdequí, Ibídem.
[12] Recopilación,
ob.cit. Tomo IV. , Libro IX, Tit. XXVI, Ley XXV.
[13] Ots
Capdequí, ob.cit., pp.20-121
[14] Recopilación
…ob.cit. Libro IX, De los Passageros, Ley xxiiij.
[15] Recopilación.
, ob. cit., Libro VI, Tit. I, De los Indios.
[16]
Recopilación, ob.cit. LibroVI, Tit. I, De los Indios, p. 138.
[17] Ots Capdequí, ob.cit., p.187.
[18] Ots Capdequí, ob. cit. p.188.
[19] Luz Marina
Mateo: Los Negros en el Río de la
Plata, Departamento África del Instituto
de Relaciones Internacionales de la UNLP.
http://www.elortiba.org/losnegros.html
[20] “Libro segundo de los Cabildos”, vol. II,
p. 18.
[21] Ibidem,
[22] “Recopilación...”, Libro VII, Tít.V, “De los
Mulatos y Negros”, ley xxj.
[24] Ver: Francine Masiello: Género, vestido y mercado: el comercio de la ciudadanía en América
Latina, en Donna Guy y Roger
Lancaster (compiladores), “Sexo y sexualidades en América Latina, PAIDOS,
Buenos aires, 1998.
[25] Flora Tristán: Peregrinaciones de una
paria", prólogo de Mario
Vargas Llosa, y estudio introductorio de Francesca Denegri, Lima, 2003,
Ediciones Flora Tristán, fondo Editorial UNM San Marcos., 539 pp.
[26] pp. 58-59.
[27] Francisco Febres Cordero: "Norteamericano escribe sobre Isabel de
Godin", Diario El Universo, Quito. Sección Libros. Lunes 22 de marzo de
2004.
[28] Palma Ricardo: “Tradiciones Peruanas.
Emancipación.” Colección Autores Peruanos. Editorial Universo, Lima, 1972. p.
107.
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