miércoles, 6 de agosto de 2014

NORMATIVAS COLONIALES DE CONTROL SOCIAL SOBRE LA MOVILIDAD DE LAS PERSONAS.


DISCURSO DE INCORPORACIÓN DE LA ACADÉMICA JENNY LONDOÑO LÓPEZ COMO MIEMBRO DE NÚMERO DE LA ACADEMIA NACIONAL DE HISTORIA.

QUITO, 19 DE FEBRERO DE 2014


1.  CONQUISTA Y PROCESO CIVILIZATORIO COLONIAL EN AMÉRICA.

La sociedad española de 1495 estaba todavía imbuida del espíritu clerical del medioevo y mantenía restricciones muy fuertes sobre la vida de las personas, y especialmente sobre las mujeres. Por ello, en los primeros tiempos de la Conquista, las mujeres ni siquiera fueron admitidas en los barcos en los que se realizaron las primeras travesías, pues esta actividad se consideraba de estricto dominio de los varones, y, durante varios años, las mujeres españolas estuvieron ausentes de la tierra conquistada. Mientras tanto, las mujeres que habitaban las tierras sometidas se convirtieron en  objeto de apropiación por parte de los españoles, pues llenaban tres necesidades fundamentales: alimentación, placer y reproducción. Esto aceleró el proceso de mestizaje en el Nuevo Mundo.
En este primer momento, fundacional de la nueva sociedad, los guerreros españoles fueron rechazados por las comunidades nativas americanas, pero se impusieron a través de la superioridad de sus armas y se abrió  un proceso de apropiación paulatina de la tierra, de los medios de producción y de la fuerza de trabajo, aprovechando la racionalidad del sistema económico y político existente en la América  conquistada, en especial, en el territorio de dominación incásica. Se desencadenará, posteriormente, un proceso civilizatorio que será llevado a cabo por la llegada de funcionarios españoles, enviados por la corona, con el objeto de establecer una administración eficaz, en beneficio de la metrópoli europea.
La sociedad conquistada empezó a moverse en torno a los mandatos de una élite que se formó a partir del prestigio de los conquistadores, quienes eran reconocidos por la corona española y premiados con los títulos de propiedad de los inmensos territorios que expropiaron a sus dueños originales, y con el derecho a contar con el usufructo de una cantidad determinada de dichos nativos y mal llamados indios, a su servicio.  El rey premiaba a sus súbditos más destacados con títulos nobiliarios y los hasta ese entonces burdos guerreros conquistadores se convertían en la flor y nata de la nobleza colonial y pasaban a ocupar lo que sería un espacio representativo de la corte española en cada capital colonial.
Así, durante una primera fase de este proceso, las mujeres nativas no serán marcadas todavía por las normativas que más adelante regularán las relaciones  inter-personales con los españoles y, por ello, los españoles irrumpirán con la fuerza que su calidad de conquistadores bastos les otorga. Establecerán relaciones impuestas por el temor de los vencidos, muchos de los cuales entregan a sus propias hijas para congraciarse con el dominador, a sabiendas de que de todos modos ellos podrían tomarlas.
Un ejemplo de esta violencia conquistadora la encontramos en el tratamiento a las vírgenes del Sol. Los españoles encontraron a su paso la Casa de Mamaconas o Acllahuasi, institución Incásica mucho más democrática que los monasterios católicos, que cobijaba a las vírgenes del sol. Estas mujeres eran escogidas en todo el reino y eran formadas por las mamaconas para el culto y el mantenimiento del templo del sol, pero había allí otro grupo de mujeres que se preparaban para ser las esposas de los altos jefes militares, y aprendían las labores que debían conocer para cumplir con sus roles: hilar y tejer lana y algodón, cocinar y hacer chicha, y muchas otras actividades. Una de estas casas estaba situada en el adoratorio de Tomebamba y tenía 200 mujeres vírgenes. Había otra casa junto a la fortaleza de Tumbes y es muy posible que hubiese otras Acllahuasis en la ciudad de Quito.[1] Los conquistadores ávidos de riquezas y lujuria, se repartieron a estas mujeres y violentaron toda la estructura social, religiosa, jurídica y económica del imperio Inca. Así, en corto tiempo, los invasores, establecieron relaciones poligámicas reproduciendo los usos y costumbres de los Incas. 
Los primeros hijos de esa nueva sociedad serán entonces los mestizos, producto de esta incursión de los nuevos dueños. De este modo, el proceso de apropiación de la tierra y de los medios de producción, por parte de los recién llegados, corrió paralelamente a la apropiación de las mujeres. Poco después llegarán los esclavos y esclavas negros, que aportarán otros niveles de diversidad étnica, social, y cultural al Nuevo Mundo y, posteriormente, vendrán las primeras mujeres de España, que gozarán de una cierta flexibilidad en las relaciones de género que establecen, en razón de su pertenencia a sectores de bajo nivel cultural y jerárquico. Estas mujeres españolas serán muy disputadas debido a su escasez.  Se inicia así un nuevo proceso civilizatorio.
De acuerdo al sociólogo Norbert Elías, el acortesanamiento establece formas para el comportamiento de las personas, que las van a diferenciar de la plebe. Se establecen formas de autocontrol de las emociones, de las pasiones, que tienden a homogeneizar las respuestas de los individuos, frente a los distintos hechos de la vida cotidiana. “Estos procesos pueden ser más lentos o más rápidos, pueden darse de modo ininterrumpido…o bien a través de impulsos y fuertes reacciones; en cualquier caso, un acortesanamiento estable  pasajero, más o menos profundo, de los guerreros se cuenta entre los presupuestos sociales más elementales de cualquier movimiento civilizatorio importante, al menos por lo que hoy sabemos.”[2]
A medida que el aparato de Estado colonial se establece y consolida, las costumbres empiezan a cambiar y se van a establecer controles  más rígidos sobre el comportamiento de las mujeres, los que irán de acuerdo al estamento social al que pertenecen: así, las mujeres españolas y criollas de alto rango serán sujetas al control moral y social ejercido por parte de las instituciones que se imponen: una nueva forma de familia,  una religión monoteísta (manejada por la Iglesia Católica, Apostólica y Romana) y, el Estado colonial español, mientras que los habitantes primigenios se resisten a esos controles del nuevo Estado.
A medida que se fortalece la institucionalidad colonial, las divisiones jerárquicas se acentúan y se desarrollan normas más estrictas y definidas de comportamiento social, constriñendo de manera más sistemática no solo la movilidad de las personas, sino también los parámetros sociales de relacionamiento, las relaciones matrimoniales y la sexualidad, lo que en adelante se va a constituir en preocupación fundamental no solo de la Iglesia sino también de las autoridades.
Una de las cuestiones reglamentadas de manera primigenia por la legislación española fue lo relativo a la movilidad de hombres y mujeres en los territorios conquistados, ya fuese el desplazamiento de hombres y mujeres españoles a las Indias o el desplazamiento de hombres y mujeres indígenas,  mestizos,  mulatos y esclavos fuera y dentro de los territorios coloniales.
Sin embargo, la apropiación de las leyes establecidas no es un proceso sencillo y unidireccional, al contrario, es un proceso altamente complejo y que se mueve en múltiples direcciones, pues las personas que están inmersas en el bando conquistado también hacen parte de un sistema cultural y no son simplemente receptoras pasivas, sino que, en el mismo proceso en que reciben las imposiciones de la cultura que busca imponerse, desarrollan otro proceso paralelo de apropiación y reelaboración de las normas para su aprovechamiento o resistencia.
Así, esas leyes establecidas fueron con mucha asiduidad rotas o utilizadas de maneras diferentes por los mismos sometidos y sometidas. El historiador Michel De Certau en su obra: “La Invención de lo cotidiano”, señala que: 

Desde hace mucho tiempo se ha estudiado…cuál era el equívoco que minaba en el interior el “éxito” de los colonizadores españoles sobre las etnias indias: sumisos y hasta aquiescentes, a menudo éstos indios hacían de las acciones rituales, de las representaciones o de las leyes que les eran impuestas algo diferente de lo que el conquistador creía obtener con ellas; las subvertían no mediante el rechazo o el cambio, sino mediante su manera de utilizarlas con fines y en función de referencias ajenas al sistema del cual no podían huir.  Eran otros, en el interior mismo de la colonización que los <asimilaba> exteriormente; su uso del orden dominante engañaba ese poder, porque no contaban con los medios para rechazarlo; se le escapaban sin separarse de eso. La fuerza de su diferencia se mantenía en los procedimientos de <consumo>.”[3]

Por ello, en la colonia, encontramos cómo los mismos españoles, indígenas y esclavos africanos, que llegaron poco después, y más adelante la población mestiza, desarrollaron diferentes estrategias para enfrentarse a las rígidas normativas impuestas desde la institucionalidad estatal y religiosa.
Así, luego del sometimiento brutal de los habitantes autóctonos en el proceso de la Conquista, se puso en marcha un complejo mecanismo para establecer un control social sobre las mujeres, que abarcó diferentes ámbitos, como la imposición de una sujeción servil-sexual, en el caso de las indígenas; el control de la movilidad de las personas, de acuerdo a diferencias étnicas, de clase, económicas y políticas, a través de leyes que se instituyeron para regularla; y el control y tratamiento diverso de la sexualidad de hombres y mujeres, a través de las instituciones del matrimonio, la familia y la iglesia.
Sin embargo, como contraparte de este control social existieron también estrategias de resistencia de las mujeres y de los hombres, en sus diversas calidades sociales y étnicas, y la resistencia a las estrategias oficiales de control de la vida cotidiana.
En el presente ensayo nos referiremos al control de la movilidad de las personas, haciendo hincapié en la situación de las mujeres y algunas de sus estrategias de resistencia.

2. CONTROL SOCIAL SOBRE LA MOVILIDAD DE LAS PERSONAS.

En la colonia existieron varios cuerpos normativos que estaban íntimamente comprometidos en la delimitación de roles y segregación de los géneros. Nos concentraremos en aquellos que estaban más evidentemente ligados a una política estatal de control social sobre la movilidad de las personas y las mujeres, aunque también hubo segregación de los géneros y regulaciones sobre el vestido y aditamentos personales.
El proceso civilizatorio en los territorios coloniales produjo complejos mecanismos para establecer un control social sobre la movilidad  de las personas: cada navío que viajaba a los territorios coloniales de América debía inscribir rigurosamente el nombre y el estado civil, profesional o laboral de sus viajeros, su destino final y la razón de su viaje.  Se establecían múltiples restricciones a la movilización sin licencia expresa de las autoridades.  Se regulaba la llegada de religiosos o de personas que pudiesen significar un peligro para la fe cristiana.
Una de esas medidas de control será la de impedir la entrada a los territorios conquistados de herejes, protestantes, o poblaciones rechazadas por los castellanos como los llamados “marranos”, es decir los judíos conversos, y también gitanos y moros. Esta segregación se produce por razones fundamentalmente religiosas, pero también esconden oscuros prejuicios raciales.
Así, en la Recopilación de Leyes de los Reinos de las Indias, publicada por el Rey don Felipe II, en 1567, se exigía el control de la licencia real para la entrada a las Indias a religiosos y clérigos (Ley xj); se impedía el ingreso de los que portaren hábito de San Jorge y San Esteban, que eran órdenes militares (Ley xiij), también de los nacidos en Indias, quienes no debían volver sin licencia (Ley iiij); igual de los moros o judíos convertidos (Ley xv), de los reconciliados por la Inquisición, hijo, ni nieto de quemado, sambenitado, ni hereje (Ley xvj); de los extranjeros "que no sean seguros de las cosas de la Santa Fé Católica"; y también se mandaba que no se permitiera bajar a las personas de los barcos, en un destino diferente al que constaba en su licencia...[4] Así, a los mercaderes extranjeros no se les permitía pasar de los puertos iniciales a los que llegaban y se prohíbía a los nativos establecer relaciones o amistad con ellos.

A.  Movilidad de los hombres casados

Uno de los quebraderos de cabeza de la corona española fue la movilidad de los hombres casados, pues habiendo llegado a la corte los informes de las múltiples relaciones de amancebamiento que establecían los españoles en las Indias, motivaron múltiples decretos reales que intentaban “proteger la institución matrimonial” y, sobre todo, evitar el acelerado proceso de mestizaje. Esta segregación, que aparece como un mandato moral, tiene a su vez un carácter económico y sobre todo étnico, pues al Estado colonialista le preocupaba que esos amancebamientos, realizados con mujeres indígenas, pudieran engendrar hijos que se reclamasen luego como españoles, disminuyendo así la mano de obra indígena, que era la base de la explotación de las riquezas enviadas a España desde las Indias.
Parece haber sido muy común el abandono de las cónyuges por parte de los esposos españoles con la disculpa de que se iban a un viaje de negocios a las Indias. Las mujeres abandonadas en España o en América no se quedaban de manos cruzadas, y muchas decidían volver a la casa paterna, o continuar viviendo en su casa, mientras se dedicaban a alguna actividad económica que les permitiese la sobrevivencia. Algunas iniciaron demandas de divorcio alegando a su vez diferentes causales, tales como el largo abandono del cónyuge, abandonos intermitentes, sevicia y malos tratos, irresponsabilidad para manejar los negocios, vicios de alcoholismo y juegos de azar y amancebamiento del cónyuge. Las autoridades coloniales, por su parte, intentaban detectar estos casos e intervenían, tratando de obligar a las parejas a que volviesen a rehacer su vida matrimonial.
El Rey utilizó todos los mecanismos estatales a su favor para controlar y vigilar la permanencia y convivencia de los peninsulares con sus esposas y para tal efecto dictó decretos que señalaban: “Que los Prelados se informen de los españoles que hay allí casados o desposados en estos Reynos y avisen a los Virreyes, Presidentes, Audiencias y Gobernadores para que los hagan embarcar.”[5]  Esto se hizo obedeciendo a la tradicional política de la corona, empeñada permanentemente en mantener la unidad e integridad familiar, y en disminuir la posibilidad de amancebamiento de los españoles con naturales o esclavas de América, cuestión vigilada permanentemente por los funcionarios reales,  por los sacerdotes y por los miembros de la autoridad local.[6]    
La corona dictó, entonces, leyes que previnieran y regularan esta anómala situación. Fue así como, en la “Recopilación de Indias de 1680” se consagró todo un título (el Tercero del libro Séptimo) a este asunto, bajo la denominación “De los casados y desposados en España e Indias que estén ausentes de sus mujeres y esposas”.[7] Las disposiciones de este título eran las siguientes:

"Ley I: Que los casados o desposados en estos Reinos sean remitidos con sus bienes y las Justicias lo ejecuten. Ley II: Que no se den licencias ni prorrogaciones de tiempo a los casados en estos reinos si no fueren casos muy raros.  Ley III: Que los casados en España sean enviados mediante formas y prevenciones muy rigurosas.  Ley IV: Que los enviados por casados y los mercaderes, a los que se permita viajar solos y con plazo para regresar, no se queden en el viaje. Ley VI: Que los enviados por casados del Perú no sean sueltos en Tierra Firme.  Ley VII: Que a ningunos casados en las Indias se dé licencia para venir a estos Reinos sin fianza para responder de que la ausencia no será por más del tiempo señalado. Ley VIII: Que los que estuvieren ausentes de sus mujeres en las Indias, vayan a hacer vida con ellas.  Ley IX: Que sobre verificar -la comprobación- de los que no son casados en estos Reinos- por alegar haber enviudado, se proceda conforme al derecho.”[8]

Estas Leyes de Indias regían para todos los españoles, no importando su rango o el cargo que fuesen a desempeñar.  Por ello, encontramos que para los burócratas regía también una prohibición en este sentido: En la Ley XXVIII del Título XXVI, se establecía claramente que “ningún funcionario español, que estuviese desposado en aquellos reynos,  fuese Virrey,  Oidor, Gobernador, o titular de otro cargo, podía viajar a las Indias sin la compañía de su esposa.  También se dice que los ministros de Guerra, Justicia y Hacienda deben llevar a sus mujeres con la licencia del Rey.”[9]  Sin embargo, según una Real Cédula de 1554, esta disposición podía eludirse si la cónyuge aceptaba por escrito estar de acuerdo con el viaje de su esposo y, además, éste pagaba una fianza que garantizaba que su viaje no excedería los dos años.  En caso de no ser cumplida esta ordenanza, el desacato era castigado con  prisión. En el caso de los esclavos, también regía la prohibición: "Que no pase a las Indias esclavo casado sin llevar a su mujer, (Ley xxij)".[10] (La cual nos parece muy difícil de que hubiese sido respetada por los traficantes de esclavos).
Los mercaderes, en cambio, tuvieron permiso para viajar sin su esposa hasta por un período de tres años, previa autorización de la Casa de Contratación de Sevilla y aviso a los jueces del lugar de su estadía para que los obligasen a cumplir con el tiempo señalado, según la Real Cédula de 1550.
Estas leyes contenían una cláusula que respetaba la libertad de decisión de las mujeres peninsulares,  sobre si deseaban o no acompañar a su esposo. Desde luego, se necesitaba una causal y las más esgrimidas para tal efecto, eran los problemas de salud o el temor a los peligros que el dilatado viaje podía acarrear. En el caso de muerte súbita de alguno de los esposos, se permitía continuar el viaje a uno de los dos cónyuges con sus hijos e hijas.

B. Movilidad de españolas y criollas.

En los primeros tiempos coloniales había menos rigidez en las normativas sobre la movilidad de las mujeres, por ello encontramos que, tal como lo señala Ots Capdequí: "En cuanto al paso de mujeres viudas o solteras solas, una Real Cédula de Fernando el Católico, de 18 de mayo de 1511, dejó al arbitrio de los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla el que, vista su condición, provean lo que estimen más provechoso”.[11] Esto se explica por la necesidad que tenían los conquistadores de que llegase un mayor número de mujeres españolas a los nuevos dominios, pues ante su escasez, la mayoría de los españoles buscaban mujeres indígenas.
El Estado español hizo regulaciones respecto de las mujeres casadas, viudas y solteras que viajaban a los territorios coloniales a quienes se exigía comprobar el vínculo matrimonial, para el caso de los esposos, porque se descubrió que muchos españoles que viajaban a la América lo hacían acompañados en realidad de sus amantes o barraganas:

"Cuando Algunos hombres casados quisieren pasar a las Indias, y llevar sus mujeres, el presidente y jueces de la Casa sepan si son casados, y velados por ley, y bendición como lo manda la Santa Madre Iglesia... y constando que son los contenidos los dejen y consientan pasar, conforme a las licencias que llevaren, y no en otra forma."[12] 

Sin embargo, cuando se trataba de  mujeres casadas, cuyos maridos residían en Indias y las llamaban para que fuesen a vivir con ellos, se ordenaba que se les permitiera el paso sin exigirles licencia alguna y solo con la presentación de "informaciones hechas en sus tierras y vecindades".[13]
En 1539 y luego en 1575, se dictaron otras disposiciones reales sobre las mujeres, que fueron incorporadas a la Recopilación de 1680, y en las que se señalaba: “que no pasen mujeres solteras sin licencia del Rey y las casadas vayan con sus maridos”.[14]  Sin embargo, estas estrictas leyes fueron ignoradas cuando el monarca tuvo necesidad de incrementar la población en algunas regiones como Perú, Panamá y Nombre de Dios.
A partir de 1554, una Carta Real instruyó a dichos oficiales que “sean obligadas las mujeres a dar información de su limpieza, como los hombres y que no dejen pasar a ninguna sin licencia expresa”.[15] Esta disposición pretendía evitar que pudieran ingresar a los territorios colonizados por España mujeres consideradas “de vida libre, aventureras o prostitutas”, sobre las cuales ya existían quejas al respecto. Sin embargo, toda esa profusión de normativas destinadas a garantizar la unión y estabilidad de la pareja monogámica fue permanentemente burlada por los varones españoles, que se dieron mañas para enredarse en relaciones clandestinas o concubinatos públicos, sin que se salvaran funcionarios, soldados, religiosos, ni mercaderes.

C.        La movilidad de los y las indígenas:

La situación de los y las indígenas al interior de la Audiencia de Quito variaba de acuerdo a las zonas geográficas del territorio audiencial. Todos estaban sujetos a sus respectivas autoridades locales y a las autoridades coloniales, y no podían moverse libremente. Su estatus variaba de acuerdo al tipo de actividad económica de la comunidad indígena a la que pertenecían, fuera ésta la agricultura, la crianza de animales domésticos, la elaboración de fibras y tejidos y demás objetos artesanales o el servicio doméstico en las haciendas.
En diciembre de 1528, el Rey dictó unas ordenanzas destinadas a mejorar el tratamiento de los indios; una de ellas prohibía que los encomenderos retuvieran a las indias a su servicio, manteniéndolas separadas de sus hijos y maridos, aún cuando, ellas declarasen estar de acuerdo y aunque recibiesen su paga.  Una Real Cédula de Felipe III, legisló, posteriormente que:
ninguna india casada puede concertarse para servir en casa de español, ni a esto sea apremiada si no sirviere su marido en la misma casa, ni tampoco las solteras queriéndose estar o residir en los pueblos, y la que tuviere padre y madre no pueda concertarse sin su voluntad.”

La “Recopilación” de 1680 impedía que los navegantes, o las personas que viajaban de un territorio colonial a otro, llevasen consigo a mujeres indias casadas o solteras; ordenaba también que los capitanes de tropa vigilasen a sus soldados, para evitar la “promiscuidad y la inmoralidad”.  Como parte de estas mismas leyes,  se mandó: “se hagan y conserven casas de recogimiento en que se críen las indias”, y  “donde se recojan de noche todas las indias solteras... para evitar amancebamientos y deshonestidades..., y (que) ningún capitán ni oficial pueda tener indias solteras en su servicio”.  Al mismo tiempo, se  exigía que “las justicias apremien a las indias amancebadas (con españoles) a irse a sus pueblos a servir.”[16]

Desde luego, más importante que los recelos morales de la corona española eran los de orden económico, que primaron en el tratamiento a la movilidad de las mujeres indígenas. Una de las razones residía en que la estabilidad de las familias indígenas en una misma circunscripción geográfica era importante para la realización de los censos, y éstos, a su vez, servían para un control exhaustivo de la tributación indígena. Y cuando un indígena se cambiaba de lugar de residencia se producía un descontrol en los padrones de tributos y los indios migrantes podían quedar a la deriva, sin que autoridad alguna los obligase a pagar las imposiciones económicas a la corona. 
Estos indios migrantes eran llamados “ladinos” por su gran capacidad para adecuarse y asimilarse a nuevos lugares de habitación, pero con el espíritu de evadir los censos y los tributos. De ahí que las leyes dictadas tratasen de impedir estos movimientos de la población indígena, mandando: “Que los indios no se dividan de sus padres”. “Que la india casada sea del pueblo de su marido, y viuda pueda volver a su origen, y tener los hijos consigo”. “Que los hijos de indias casadas sigan el pueblo de su padre y los de solteras el pueblo de la madre”.[17] 
El avance del mestizaje indiscriminado preocupaba a la monarquía, porque cada vez eran más numerosos los mestizos que intentaban probar que tenían sangre española, por ser su padre hombre de esta calidad, para quedar libres del pago del tributo, como puede verse en los juicios de comprobación de su calidad mestiza. Con el afán de precautelar sus finanzas, el Estado dispuso que los hijos de indias casadas “se tengan y reputen por del marido y no se pueda admitir probanza en contrario, y como hijo de tal indio hayan de seguir el pueblo del padre, aunque se diga que son hijos de español, y los (hijos) de indias solteras sigan el de la madre”.[18]
Hubo ciertamente un espíritu  protectivo de la legislación española frente a las mujeres indias, que se manifestó mediante disposiciones que buscaban refrenar los abusos sexuales que los conquistadores cometían contra ellas. Pero, mientras el Rey se esmeraba en estas normativas, los encargados de aplicarlas castigaban con mayor severidad a las mujeres indígenas que a los españoles.

D.        Movilidad de la población esclava.

Si la población negra llegó a América por un acto de barbarie de los europeos, que los cazaban a la fuerza en las costas africanas y los trasladaban como esclavos a los nuevos territorios coloniales, no fue menos dolorosa su experiencia de migrantes forzados e implantados en una sociedad completamente diferente a sus sociedades originarias, caotizadas ya por la diversidad racial y cultural existente en el Nuevo Mundo.  Por ello, el derecho a la movilidad no sería jamás una de las atribuciones de la población esclava. Los esclavos venían hacinados y amarrados en los barcos, sobreviviendo apenas; los que iban muriendo eran arrojados al océano y los que llegaban vivos habían demostrado su gran capacidad de supervivencia y así eran vendidos al mejor postor.
En cuanto a la movilidad de los esclavos encontramos que en la Ley xvij se establece: “que no pasen a las Indias esclavos blancos, Negros, Loros, Mulatos, ni Berberiscos, sin expresa licencia del Rey y penas de contravención”. La Ley xviij  establece: "que no pasen a las Indias Negros ladinos, ni se consientan en ellas los que fueren perjudiciales."  Tampoco debían entrar a las indias, “negros esclavos que hubiesen vivido hasta dos años en España o Portugal, los esclavos llamados Gelofes, los de Levante y los criados con Moros, aunque sean de casta de negros de Guinea".
Según la legislación, el estatus de los esclavos y esclavas era peor que el de los indios, porque para estos últimos la corona dictó, permanentemente, una serie de leyes que intentaban protegerlos del abuso de los encomenderos y obrajeros.  Mientras tanto, al negro se lo consideraba un animal de carga y uso, y las autoridades frecuentemente se hacían de la vista gorda ante las múltiples infamias cometidas contra los esclavos por sus amos españoles.  Pero, por otro lado, el hecho de que los negros costasen una buena cantidad de dinero a sus dueños, creó una cierta responsabilidad y obligación en el amo, que debía preocuparse de alimentarlos y cuidarlos para que no enfermasen ni muriesen.
Esta situación no era comparable con el tratamiento dado a los indígenas, quienes eran tratados simplemente como piezas que podían ser repuestas sin costo alguno. Así, por razones de puro interés económico, los esclavos negros resultaron colocados, en la práctica, en un estrato superior al de los indios, pese a que estos eran reconocidos como vasallos libres del Rey.
El trato dependía del tipo de trabajo a que fuesen asignados: un esclavo de plantación era tratado con un rigor brutal, en busca de sacar el máximo rendimiento a su fuerza de trabajo, y se le mantenía aherrojado, es decir encadenado con grilletes de hierro, para evitar cualquier posibilidad de rebelión o fuga; por el contrario, un esclavo destinado al servicio doméstico gozaba de una vida algo más cómoda, pues no se le aherrojaba, se le vestía y alimentaba mejor, se le encargaban tareas menos duras y, en ocasiones, hasta se le trataba con cierta familiaridad.
Por otra parte, los esclavos fueron usados en batallones para la represión militar contra los levantamientos indígenas y contra los insurgentes criollos. Recordemos que en la Revolución quiteña de 1809-1812, se trajo al Batallón de Pardos de Lima para enfrentar a los patriotas y al pueblo sublevado, y que estos pardos causaron una gran carnicería en Quito,  robaron, violaron y atacaron a las mujeres. En el Río de la Plata, los dueños de esclavos se vieron obligados a entregar dos de cada cinco esclavos que tuvieran a las milicias españolas, pero, curiosamente, cuando el general José de San Martín organizó el ejército para la independencia del Perú, de los 1200 hombres con que contaba, 800 eran negros libertos.[19]
Con todo, ello no amenguaba la brutalidad esencial de la esclavitud, ni la indignación de los esclavos frente a su situación, que se reflejaba en sus frecuentes fugas y sus ocasionales alzamientos. En este marco, las leyes que regulaban el comportamiento de los negros y mulatos y los castigos dados a los esclavos que las rompiesen, eran verdaderamente crueles. Los castigos contra el cimarronismo (delito de fuga) y la rebelión, eran verdaderamente espeluznantes. La pena mayor consistía en el descuartizamiento de la víctima y en la exposición pública de sus miembros. 
Para delitos menores se aplicaban azotes y mutilaciones de manos, orejas y, en ocasiones, del miembro viril, aunque, posteriormente, esta última pena fue combatida por la corona.  Había pena de muerte para el negro o negra, mulato o mulata que instigase a otro esclavo  a la fuga. Y si un español les daba asilo o algún tipo de ayuda, podía ser desterrado de las Indias y condenado a la confiscación de la mitad de sus bienes, razón por la cual los blancos se cuidaban mucho de amparar a un esclavo huido. A más de estos castigos, existían recompensas para quienes denunciasen el paradero de un negro o negra cimarrones. 
Especialmente duras fueron las penas impuestas por el Cabildo de Quito al cimarronaje de negros y negras. En acta del 11 de enero de 1548, se establecieron los siguientes castigos: Por la primera fuga, diez pesos de oro de multa para el amo y cien azotes para el negro. Por la segunda, la misma multa para el amo y cortada de dos dedos del pie derecho para el negro. Y por la tercera, la consabida multa y el pago de daños y perjuicios por el amo, y pena de muerte para el negro.[20]   Posteriormente, en enero de 1551, el mismo Cabildo de Quito ordenaba que al negro prófugo que no volviese en el tiempo de ocho días “le corten el miembro genital, e los compañones.”[21] Igual pena merecía el negro que se atreviese a tentar a las indias.
Las leyes contra el cimarronaje se aplicaban con igual dureza a hombres o mujeres e iban desde los cien azotes hasta la horca.  A este respecto, la Recopilación de 1680 disponía:
En la provincia de Tierrafirme han sucedido muchas muertes, robos y daños, hechos por los negros cimarrones alzados, y ocultos en los términos y arcabucos: Y para remediarlo mandamos, que al Negro, ó Negra ausente del servicio de su amo quatro días, le sean dados en el rollo cincuenta azotes, y que esté allí atado desde la execución, hasta que se ponga el sol; y si estuviere más de ocho días fuera de la ciudad una legua, le sean dados cien azotes, puesta una calza de hierro al pie, con un ramal, que todo pese doce libras y descubiertamente la trayga por tiempo de dos meses, y no se la quite, pena de doscientos azotes por la primera vez: y por la segunda otros doscientos azotes, y no se quite la calza en quatro meses, y si su amo se la quitare, incurra en pena de cincuenta pesos repartido por tercias partes iguales, que aplicamos al Juez, Denunciador, y obras públicas de la ciudad, y el Negro tenga la calza hasta cumplir el tiempo.”[22]   

Del mismo modo, los esclavos cimarrones que hubiesen huido y que volviesen por propia voluntad, aún trayendo a otros cimarrones presos, no merecían la libertad, ni ningún premio, sino que eran castigados conjuntamente con los esclavos que ellos habían traído.
Con relación a las mujeres esclavas, su fijación territorial fue mucho más drástica que la de las indias, ya que ellas carecían en absoluto de movilidad, so pena de ser acusadas de fuga.  Sus posibilidades de cambio se concretaban a pasar de manos de un amo a otro, por vía de venta, de alquiler o de herencia.  Su vida era una suerte de juego de ruleta y dependía en gran medida del nivel de humanidad que tuviese la familia que las compraba. Por lo general, las esclavas domésticas trataban de ganarse la buena voluntad de sus amas y, en muchos casos, lograron llevar una vida soportable, aunque, en otros, la persecución sexual de los amos provocaba los correspondientes celos y castigos de las amas blancas.
En la documentación de archivo hay demandas de negras y mulatas que huían del maltrato de sus amas y amos y que solicitaban a las autoridades ser vendidas a otros, con el fin de salvar sus vidas de aquel martirio.  Sin embargo, parece haber sido difícil, para las esclavas, conseguir protección jurídica de las autoridades para lograr mejores tratos, a no ser en circunstancias extremas, como la excesiva y reiterada crueldad de un amo o la concurrencia de un acucioso defensor entre los funcionarios reales.[23]
Las esclavas destinadas al servicio doméstico tenían acceso a una vida menos agitada, pero no menos dura, en la que cumplían con las tareas que les habían sido asignadas y tenían por lo general una alimentación más abundante y un mejor trato. En muchas ocasiones se creaban lazos de verdadero afecto con sus amos por los largos años de convivencia con ellos, y por haber amamantado y criado a los hijos de una familia. Es el caso del Libertador Simón Bolívar y su nana Hipólita y de Manuela Sáenz con su compañera de la infancia Jonatás.
Las posibilidades de cambio de los roles de las esclavas podían a veces mejorar, cuando siendo hijas ilegítimas de hombres criollos lograban su libertad a través de un reconocimiento post mortem. Su inmovilidad podía ser alterada cuando eran vendidas a un  amo de otro lugar, o alquiladas.  Más adelante, en la colonia alta, algunas esclavas podrán comprar su libertad, con sus ahorros,  o merecerla por el agradecimiento de sus amos o por el amor de sus patronos y serán llamadas despectivamente: “horras” o “libertinas”.

3. RESISTENCIA A LAS NORMATIVAS QUE IMPEDÍAN LA MOVILIDAD DE LAS MUJERES

Las mujeres coloniales no podían viajar solas. Los viajes en aquella época eran terriblemente peligrosos ya fueran por barco o por tierra, excesivamente largos y difíciles, sobre todo para las mujeres, por las dificultades para encontrar tambos o casas en las que se pudiera pernoctar y recibir alimentación adecuada. En la mayoría de los viajes por tierra se corría el peligro de ser asaltados por bandas de ladrones, y en el caso de mujeres no era raro encontrar forajidos dispuestos a una violación o abuso sexual. Se sufría también por las inclemencias del tiempo, exceso de calor, sequía, lluvias e inundaciones.
Los viajes por mar no estaban exentos de complicaciones, pues eran mucho más costosos y también podían ser asaltados por piratas o bandas de delincuentes locales y finalmente, estaban sometidos también a los problemas del clima, vendavales, exceso de calor, enfermedades infecciosas por el consumo de agua o comida contaminada, etc. Todo ello nos muestra una panorámica mucho más compleja, respecto a las reducidas posibilidades de movilización que tenían las mujeres de aquella época.
No es raro encontrar en la vida de cualquier sociedad mujeres que rompieron las normativas y los controles, aunque muy pocas de ellas pasaron a la historia. Existen algunas historias individuales que se convirtieron en mitos y que atravesaron los imaginarios culturales de todo el continente americano. Tenemos el caso paradigmático de la monja vasca Catalina de Erauso, quien escapó de un convento de España, en el siglo XVII, disfrazada de hombre y viajó a las Indias, lo que ha sido recreado por la literatura latinoamericana. 
Ella se unió a los conquistadores que iban de México a Chile y vivió y participó de los avatares de la conquista de los indios araucanos, haciéndose pasar por alférez y disfrutando de múltiples aventuras con “mujeres de la élite criolla”, hasta que, según la leyenda tejida a su alrededor, y luego de escapar de las autoridades coloniales en varias ocasiones, fue detenida, en el Perú, por haber dado muerte a un contendor en una riña callejera; al ser descubierta en su identidad biológica femenina, fue encerrada en un convento, en el que se arrepintió, aceptando volver a su antigua vida.[24]  Es muy posible que esta mujer hubiese sido una transexual, una de esas identidades sexuales que han sido identificadas en las últimas décadas, pero que en el pasado eran rechazadas y sometidas a crueles castigos.
Existe otro caso de ruptura con las identidades impuestas, que también pasó a la historia y fue la fuga de otra monja, Dominga Gutiérrez, en Lima, un 6 de marzo de 1831, quien escapó del monasterio de clausura de Santa Teresa de Jesús. Ella se había hecho monja estando muy joven y motivada por una desilusión amorosa. Pero luego de vivir en el claustro por 14 años, armó toda una estrategia de fuga que incluyó incendiar la celda, para hacer creer a sus compañeras religiosas que ella había muerto. Sobornó a la portera y se escapó, pero tiempo después fue descubierta y castigada.  El caso fue documentado por la pionera del feminismo y luchadora socialista, Flora Tristán, nacida en París el 7 de abril de 1803, quien escribió el libro “Peregrinaciones de una Paria”,[25] sobre su viaje al Perú, en el que detalló los pormenores de esta historia, dejando al descubierto la profunda hipocresía, la envidia y las peleas internas que reinaban al interior de los conventos coloniales.[26]
Otra historia que rompió las amarras de la inmovilidad de las mujeres en la época colonial fue la de Isabel Grandmaison, guayaquileña de nacimiento, hija de un francés afincado en la Audiencia, el general Pedro Grandmaison y de una madre guayaquileña, doña Josefa Ricardo y Pérez.  Criada y educada en Riobamba, Isabel se desposó con Juan Bautista Godin Des Odonnais, quien llegó a Quito junto con la Misión Geodésica Francesa, en 1736 y tenía 26 años cuando en 1741 se desposó con Isabel, de apenas 13 años. (Esta diferencia de edades era bastante común en aquella época).
La pareja procreó varios hijos que murieron en edades tempranas, a causa de enfermedades infecciosas. Pero la situación económica de Juan Bautista se tornó bastante difícil cuando la Misión Geodésica retornó a Francia, y en 1749, muerto ya su padre,  tomó la decisión de volver a Francia para reclamar su herencia, con la promesa de que enviaría por su esposa. Isabel esperó 18 años el cumplimiento de la promesa, pero perdió el contacto con el esposo.  En ese duro período falleció de viruelas la única hija viva que le quedaba, con apenas 18 años, y también  su  madre, que la había acompañado en esos dolorosos años de ausencia de su marido.
Este golpe mortal del destino la hizo tomar la decisión de organizar el viaje a Francia, para reencontrarse con su esposo. Varios miembros de su familia la acompañaron, entre ellos, su padre, sus dos hermanos, un sobrino, un médico y un servidor que conocía la ruta, más 34 servidores, entre guías indígenas y portadores de los equipajes. El viaje se realizó a través de las selvas orientales, pues ella debía llegar a la Guayana Francesa, pero el tránsito fue una cadena de desastres, en la que fueron muriendo o desapareciendo todos sus familiares y acompañantes, con la única excepción del padre, que se perdió en la selva.  Isabel logró sobrevivir por la fuerza de su deseo de reencuentro con su esposo, y más tarde pudo volver a ver a su padre.
Recién en 1770, después de 21 años de separación, pudo abrazar a su marido en la Guayana Francesa, en donde vivieron 3 años y en 1773 arribaron a París. La pareja vivió en Saint Amand Montrond durante 20 años y en su honor fue puesto su nombre a una calle y a la biblioteca del pueblo.  Pero su esposo se le volvió a adelantar y murió el 1º de marzo de 1792.  Ella lo sobrevivió durante cinco meses. Su historia se volvió famosa por el informe que escribió Charles Marie de La Condamine, sobre un relato escrito por el esposo de Isabel, Juan Godin.[27] Una importante cineasta ecuatoriana, Yanara Guayasamín, está realizando ahora un largometraje sobre su vida.
Volvamos ahora a las normativas coloniales. Sabemos que fueron muy explícitas en señalar cuáles eran las limitaciones de las mujeres del “Nuevo Reino”, en términos de su movilidad, pero también que muchas de ellas, sobre todo las pertenecientes a las diferentes etnias, las mestizas y de castas, desarrollaron formas creativas para burlar dichas leyes y así encontramos mujeres que viajaron a diversos lugares, desarrollando inteligentes estrategias.
Hubo mujeres que establecieron relaciones amorosas no refrendadas por las autoridades coloniales y se fueron a vivir lejos de su familia para ejercer una libertad personal que les era negada, como fue el caso de la guayaquileña Rosa Campuzano, hija natural de un rico productor cacaotero y funcionario colonial, Francisco Herrera Campuzano y Gutiérrez y de una mujer mulata llamada Felipa Cornejo. Ella heredó el color blanco de la piel de su padre y sus ojos azules. Era una mujer inteligente y tenía una mínima instrucción, pero logró establecer una relación amorosa con un importante hombre de negocios español acaudalado, y general realista, con quien emigró a Lima, en 1817.  En esa ciudad se conoció con importantes mujeres y hombres líderes de la lucha independentista para quienes la información de su esposo militar resultaba muy importante.
“…Los elegantes salones de la Campusano, en la calle de San Marcelo, fueron el centro de la juventud dorada. Los condes de la Vega del Ren y de San Juan de Lurigancho, el marqués de Villafuerte, el Vizconde de San Donás, y otros títulos partidarios de la revolución; Boqui, el caraqueño Cortínez, Sánchez Carrión, Mariátegui y muchos caracterizados conspiradores a favor de la causa de la Independencia formaban la tertulia de Rosita, que con el entusiasmo febril con que las mujeres se apasionan de toda idea grandiosa, se hizo ardiente partidaria de la patria.”[28] Y en esas tertulias estuvo por supuesto, Manuela Sáenz, quien llegó a ser íntima amiga de la Campusano.
Rosita Campusano fue condecorada por su dedicación a las tareas de apoyo al proceso libertario del Perú, por el Libertador José de San Martín, con quien ella tuvo una relación amorosa que no duró mucho, porque San Martín era casado. Rosita Campusano no tuvo la misma suerte de Manuela Sáenz, en términos del prolongado amor que a ésta le tributó Bolívar, aunque salpicado por su espíritu de conquistador empedernido. Pero mientras Bolívar mantuvo siempre una relación de respeto y consideración hacia Manuela, el Generalísimo José de San Martín mantuvo en la clandestinidad su relación con Rosa, hasta donde pudo, para luego abandonarla, en el peor momento de reacción de las fuerzas realistas.  Rosa terminó sus días, al igual que Manuela Sáenz, sola y pobre, aunque ella posteriormente se casó con un artesano y tuvo un hijo al que pudo criar y educar, con la ayuda de antiguos compañeros de las luchas independentistas.
Otra mujer que rompió tempranamente el marco de la inmovilidad, fue nuestra heroína nacional, quiteña de nacimiento y bolivariana por convicción, doña Manuela Sáenz y Aizpuru, nacida con la condición de ilegítima y criada como expósita en el Convento de las Conceptas, por una tía monja; pasó a los siete años a vivir en casa de su padre chapetón, don Simón Saenz de Vergara, y fue educada en el Convento de las Catalinas. Unos años después viajó a Panamá, en compañía de su padre y allí se comprometió en matrimonio con el naviero James Thorne, con quien se casó en la ciudad de Lima,  radicándose en Perú por algunos años, donde desarrolló una importante experiencia de lucha por la independencia peruana, que le valió, igualmente, la condecoración de Caballeresa del Sol, otorgada por el General José de San Martín.
Dos situaciones la forzaron a abandonar a su esposo: una relación de amancebamiento de éste con otra mujer, y el rechazo de Thorne a las concepciones independentistas de Manuela. Planeó separarse de él y viajó a Quito con la justificación de arreglar los detalles formales de su herencia materna. En Quito, conoció y estableció una relación amorosa con el triunfante General Simón Bolívar, a quien acompañó en Quito, Guayaquil, Lima, Alto Perú y Nueva Granada, compartiendo con él los avatares de las luchas independentistas, colaborando en la logística militar, combatiendo en la Batalla de Ayacucho y cuidando celosamente sus archivos hasta después de su muerte. 
Manuela compartió con el Libertador sus triunfos y reveses, y lo cuidó permanentemente de los planes forjados para asesinarlo, ganándose el odio de algunos de sus colaboradores más cercanos, como el General Santander. Al mismo tiempo desafió las estrictas normas coloniales, que le impedían divorciarse de su esposo para realizar un matrimonio legitimado por la sociedad colonial, viviendo siempre cerca de Bolívar. Tenía su herencia y ayudó a la Independencia hasta quedar empobrecida. Como bien sabemos, los enemigos de la causa bolivariana le cobraron caro su gran dedicación a la causa de la unidad de los países liberados por Bolívar y la expulsaron de Bogotá, y por las mismas razones la expulsarían más tarde del recién nacido país de Ecuador. Terminó refugiada en el Perú, país que la recibió, pero confinándola en Paita, un pequeño puerto del Pacífico, en donde falleció también como Rosa Campusano, sola y pobre.
Otro caso de ruptura de la movilidad fue el de varias mujeres mestizas de la Audiencia de Quito, que ubicaron su residencia en El Callao, Perú, para dedicarse al ejercicio de las artes adivinatorias, siendo perseguidas por el Tribunal de la Inquisición de Lima y juzgadas y castigadas entre 1650 y 1780, por el Santo Oficio, que no solo les confiscó todas sus pertenencias sino que también las confinó al destierro, en diversos lugares de la geografía peruana.
Las guerras de independencia conllevaron la movilización de mujeres tras sus esposos o convivientes de las milicias, padres o hermanos y, en muchos casos, familias enteras que seguían a los ejércitos independentistas para apoyar a sus familiares en la guerra y para evitar posibles ataques del bando español a sus viviendas, con las respectivas retaliaciones y violaciones. En estas movilizaciones las mujeres se jugaban la vida cada día y desarrollaban una inmensa cantidad de tareas logísticas que ahora son cumplidas por unidades militares especializadas, pero aún así merecieron en algunas partes epítetos por parte de las fuerzas reaccionarias como el nombre de rabonas, en Perú, y de guarichas en la Audiencia de Quito. En Colombia las llamaron voluntarias o juanas.
Hubo también mujeres que escaparon de maridos violentos y se escondieron logrando evadir las leyes que impedían y controlaban la movilidad de las personas.
En este sentido, el proceso de institucionalización de la convivencia y las relaciones sociales entre los grupos de la diversidad étnica, económica, social y cultural, estuvo lleno de contradicciones y de injusticias. Ya que a través de un largo proceso de represión y violencia, establecida en todo el cuerpo normativo, se pretendía implantar una rígida moralidad en las mujeres españolas, criollas, indígenas, o esclavas, que permanentemente entraba en conflicto con las prácticas cotidianas de la moral de los poderosos, y que mostraba su débil impregnación, sobre todo, durante las fiestas populares, como las del Carnaval y otras, en las que las profusas libaciones sacaban a flor de piel los humanos deseos y la sensualidad reprimida de hombres y mujeres.
La sociedad estamental regulaba la moralidad de acuerdo a la adscripción social de las personas. No había, en esa medida, una normatividad homogénea para todas las mujeres, pues las españolas peninsulares y criollas estaban sujetas al control familiar, eclesiástico, jurídico y social a través del concepto de honra, de la dote, del matrimonio o de la vida religiosa.  Mientras tanto, las mujeres plebeyas no eran exigidas en la misma medida respecto al control de su cuerpo y su sexualidad y esto generaba la posibilidad de que ellas desarrollasen múltiples mecanismos de relacionamiento y negociación con miembros de los sectores dominantes, en procura de mejores condiciones de supervivencia para ellas y sus familias a cambio de sus favores amorosos y sexuales.
A partir de las Reformas Borbónicas, la sierra norte sufrió los estragos de las restricciones impuestas por la corona a ciertos cultivos e industrias quitenses, lo que generó empobrecimiento de este sector y desató el desplazamiento forzoso de miles de trabajadores hacia la provincia de Guayaquil, en busca de mejores oportunidades de trabajo, dejando a sus esposas solas con la responsabilidad de sacar adelante a su prole; esto impuso a las mujeres la necesidad de desplegar su creatividad en actividades de supervivencia, sobre todo en el ámbito del comercio, pero otras se abrirían con mayor audacia hacia estrategias de supervivencia, basadas en la búsqueda de relaciones concubinarias de corto o largo plazo, con el objeto de sobrevivir a la crisis económica.
Al mismo tiempo, mujeres criollas, mestizas, indígenas y mulatas, que accedieron a mejores niveles educativos o a una conciencia crítica, respecto a las leyes que aquel rey lejano imponía en el país colonizado, desarrollaron nuevas estrategias en la lucha contra los poderes coloniales y desafiaron sus leyes, organizándose en tertulias patrióticas, desarrollando acciones de concientización de otras mujeres, llevando a cabo el espionaje de los planes españoles y otras acciones beneficiosas para la acción de los patriotas. Ellas también establecieron relaciones amorosas con líderes de la lucha independentista, creando una nueva moralidad basada en la libertad de decidir y no en la imposición patriarcal, llegando a denunciar, en algunos casos, sus matrimonios forjados con mentiras o coerción, presentando demandas de divorcio, liderando a grupos de mujeres que desarrollaron acciones importantes en la lucha contra la dominación española.
Así, en Quito, tuvimos a un importante grupo de valerosas luchadoras libertarias,  como Manuela Espejo, organizadora de una tertulia de patriotas, quien se casó en 1804, a los 44 años de edad, con José Mejía Lecquerica, que recién contaba con 22 años, invirtiendo la diferencia de edades entre el hombre y la mujer, que era típica en los usos matrimoniales coloniales. Otras de ellass fueron Manuela Cañizares, activista de la revolución quiteña y amante del intelectual altoperuano Manuel Rodríguez de Quiroga, uno de sus líderes; Josefa Tinajero y Checa, activa comerciante, quien interpuso demanda de divorcio a su esposo y se convirtió en amante del revolucionario antioqueño Juan de Dios Morales, máximo inspirador de la revolución quiteña de 1809; Rosa Zárate y Ontaneda, amante y luego esposa de Nicolás de la Peña, ambos luchadores y mártires de la revolución, y madre de otro joven mártir, Antonio de la Peña; Mariana Matheu de Ascásubi, casada con su primo Joseph de Ascásubi, revolucionaria y escritora; María de la Vega y Nates, esposa del jefe militar coronel Juan de Salinas; María Ontaneda y Larraín, mujer libre y combatiente, quien comandó un contingente guerrillero que se batió con las armas en la Batalla del Panecillo y en la Batalla de Ibarra;  y muchas otras mujeres que contribuyeron a la Independencia, y que recién están siendo recuperadas en nuestra historiografía.
Esas revolucionarias aportaron su fervor y su inteligencia a la causa patriótica.  Ellas derrotaron la inmovilidad y la segregación de género a la que fueron sometidas las mujeres en la colonia. Fueron mujeres de nuevo tipo, que contribuyeron con su pensamiento libertario no solo a la independencia de sus países, sino a un cambio de mentalidades en relación con las mujeres, mostrando que tenían iguales capacidades y, por tanto, iguales derechos.
Con el triunfo de la Independencia, estas mujeres nuevas emprenderían el camino de lucha en la construcción de las nacientes repúblicas americanas, abriendo un sendero para las generaciones de mujeres que construirían los nuevos paradigmas de movilidad, de educación, de trabajo, de búsqueda de equidad de género y de libertades para las mujeres.
Estas mujeres nos mostraron que no pueden existir sociedades plenas y progresistas sin la inclusión de la mitad de su población, las mujeres, porque sin el concurso de las mujeres ninguna democracia es posible, ninguna forma de gobierno es respetable, ninguna revolución es viable. 





BIBLIOGRAFÍA CONSULTADA:
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De Certau, Michel: “La Invención de lo Cotidiano”. I. Artes de Hacer.  Universidad Iberoamericana, México, 1996.
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Febres Cordero, Francisco: "Norteamericano escribe sobre Isabel de Godin", Diario El Universo, Quito. Sección Libros. Lunes 22 de marzo de 2004.
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Guardia, Sara Beatriz: “Mujeres peruanas, el otro lado de la historia”,  Editora Humboltd, Lima, 1985.
Juan, Jorge y Antonio de Ulloa: Noticias Secretas de América, sobre el estado naval, militar y político del Perú y Provincia de Quito, 1748. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, 2011.
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Palma, Ricardo: “Tradiciones Peruanas. Emancipación.” Colección Autores Peruanos. Editorial Universo, Lima, 1972.
Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1973,
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………Libro I, Tit.VII.  “De los Arzobispos y Obispos”.
………Libro VII, Tít.V, “De los Mulatos y Negros”, ley xxj, Ley xxviij, 
Tristán, Flora: “Peregrinaciones de una paria", Prólogo de Mario Vargas Llosa, y estudio introductorio de Francesca Denegri, Ediciones Flora Tristán, fondo Editorial UNM San Marcos.  Lima, 2003.




[1] Pedro Cieza de León: La Crónicas del Perú, 4° parte, libro III, Guerra de Quito.
[2] Norbert, Elías:  “El Proceso de la civilización”, Fondo de cultura Económica de México, México, s/f., p. 482
[3] De Certau, Michel:  La Invención de lo Cotidiano. I. Artes de Hacer.  Universidad Iberoamericana, México, 1996, p. XLIII.
[4]   Recopilación de Leyes de los Reynos de las Indias, Ediciones Cultura Hispánica, Madrid, 1973, Tomo IV, Libro IX, Título XXVI, De los Passageros.
[5]    Ots Capdequí, J.M. : “El Estado Español en las Indias.”  Ed. de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, ps. 102-103.
[6]    Recopilación, op. cit. Tomo IV, Libro IX, Titulo  XXVI. De los passageros.
[7]     Recopilación... Libro VI, Tit. I, “De los Indios”.
[8]     Ots, Capdequí, op. cit.  p.102-103.
[9]     Recopilación, ob.cit., Libro IX, Título XXVI, De los passageros
[10]   Recopilación, ob.cit., Libro IX, Título XXVI, De los passageros, Ley xxij.
[11]    Ots, Capdequí, Ibídem.
[12]    Recopilación, ob.cit. Tomo IV. , Libro IX, Tit. XXVI, Ley XXV.
[13]    Ots Capdequí, ob.cit., pp.20-121
[14]    Recopilación …ob.cit. Libro IX, De los Passageros, Ley xxiiij.
[15]    Recopilación. , ob. cit., Libro VI, Tit. I, De los Indios.

[16]     Recopilación, ob.cit. LibroVI, Tit. I, De los Indios,  p. 138.

[17]     Ots Capdequí, ob.cit., p.187.
[18]     Ots Capdequí, ob. cit. p.188.
[19] Luz Marina Mateo:  Los Negros en el Río de la Plata,  Departamento África del Instituto de Relaciones Internacionales de la UNLP.   http://www.elortiba.org/losnegros.html
[20]    “Libro segundo de los Cabildos”, vol. II, p. 18.
[21]     Ibidem,
[22]   “Recopilación...”, Libro VII, Tít.V, “De los Mulatos y Negros”, ley xxj.

[23] Ver al respeto: Serie Esclavos, Archivo Nacional del Ecuador, Cajas 1 a 20.
[24]   Ver: Francine Masiello: Género, vestido y mercado: el comercio de la ciudadanía en América Latina, en   Donna Guy y Roger Lancaster (compiladores), “Sexo y sexualidades en América Latina, PAIDOS, Buenos aires, 1998.
[25]  Flora Tristán: Peregrinaciones de una paria", prólogo de Mario Vargas Llosa, y estudio introductorio de Francesca Denegri, Lima, 2003, Ediciones Flora Tristán, fondo Editorial UNM San Marcos., 539 pp.
[26]     pp. 58-59.
[27]    Francisco Febres Cordero:  "Norteamericano escribe sobre Isabel de Godin", Diario El Universo, Quito. Sección Libros. Lunes 22 de marzo de 2004.
[28]  Palma Ricardo: “Tradiciones Peruanas. Emancipación.” Colección Autores Peruanos. Editorial Universo, Lima, 1972. p. 107.

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