martes, 11 de agosto de 2009

NUEVE MUJERES DEL PRIMER GRITO DE INDEPENDENCIA QUITEÑA


NUEVE MUJERES DEL PRIMER GRITO DE INDEPENDENCIA QUITEÑA
Mtra. Jenny Londoño López[1]

El "Primer Grito de Independencia" en la Audiencia de Quito se produjo el 10 de agosto de 1809, siendo presidente de la Audiencia, don Manuel de Urriez, Conde Ruiz de Castilla y en todo el proceso revolucionario participó un importante contingente femenino, de mujeres ilustradas, del cual se conoce muy poco en la historiografía nacional. La noche del 9 de agosto, los patriotas quiteños habían organizado una Junta Suprema, que debía gobernar la Audiencia hasta que Fernando VII recobrase el trono de España o se estableciera en América como soberano. Esta reunión conspirativa, como muchas anteriores, se realizó en casa de doña Manuela Cañizares. La Junta Suprema resultante estaba integrada por don Juan Pío Montúfar, Marqués de Selva Alegre, como presidente; el Obispo de Quito, don José Cuero y Caycedo, como Vicepresidente; y los doctores Juan de Dios Morales, Manuel Rodríguez de Quiroga y Juan Larrea como Ministros de Estado.
La falta de apoyo de las demás provincias y los conflictos internos de la Junta Soberana dieron finalmente al traste con aquel primer gobierno revolucionario, cuyos líderes devolvieron el poder a los chapetones y, tras ello, fueron apresados, enjuiciados y finalmente masacrados el fatídico 2 de agosto de 1810. Ese día murieron más de sesenta próceres, entre ellos los más radicales líderes de la Junta Suprema, tales como el antioqueño Juan de Dios Morales, el altoperuano Manuel Rodríguez de Quiroga, los quiteños José Riofrío, Juan de Larrea y Juan de Salinas, y el guayaquileño Juan Pablo Arenas, entre otros. La masacre radicalizó la lucha de los quiteños, que formaron una nueva Junta, continuaron la guerra, convocaron a un Congreso y dictaron la Constitución quiteña de 1812, que establecía el Estado de Quito.
Tras la masacre de los próceres, el pueblo fue agredido en las calles y casas de la ciudad por la soldadesca ávida de sangre, pero se defendió con todas las armas de que pudo disponer, aunque fue derrotado por las tropas colonialistas. El resultado final fue la muerte del uno por ciento de la población de la ciudad de Quito. El movimiento emancipador quiteño recibió su bautismo de sangre y quedó casi sin elite intelectual, durante largos años.
En la revolución quiteña de 1809 estuvieron involucradas varias mujeres criollas e ilustradas. Algunas de las más destacadas fueron: Manuela Espejo, Josefa Tinajero y Checa, Mariana Matheu y Ascásubi, Manuela Cañizares y Alvarez, Rosa Zárate y Ontaneda, María Ontaneda y Larraín, María de la Vega y Nates, Rosa Montufar y Larrea y Manuela Quiroga y Coello. También existen varias mujeres mencionadas en los documentos como Antonia Salinas y Josefa Escarcha, María de la Cruz Vieyra, la “Costalona” y la “Monja”[2] y en las actas firmadas por los vecinos de los diferentes barrios de Quito, para nombrar representantes a la Junta Suprema Gubernativa, figuran varias mujeres, como Estefa Campuzano, Rosa Solano, Margarita Orozco, Manuela Solís y otras,[3] pero de ellas y de las mujeres masacradas en las calles no se han hecho investigaciones todavía.
En esta pequeña ponencia tratamos de analizar algunos aspectos de las 9 mujeres mencionadas, que participaron en el Primer Grito de Independencia quiteña y de responder a las siguientes preguntas ¿Quiénes eran estas mujeres? ¿Por qué participaron en el movimiento de la Primera Independencia de Quito? ¿Cuáles fueron sus aportes a este proceso? ¿Qué motivaciones las vinculaban entre sí? ¿En qué condiciones desarrollaron esa lucha?

1. LA INVISIBILIZACIÓN DE LAS MUJERES EN LA HISTORIOGRAFÍA
En todas las grandes revoluciones, sublevaciones y guerras de la humanidad han participado mujeres, de una o de otra manera, enfrentándose de manera activa o sufriendo los efectos desastrosos de estos procesos: En En
En todas las grandes revoluciones, sublevaciones y guerras de la humanidad han participado mujeres, de una o de otra manera, enfrentándose de manera activa o sufriendo los efectos desastrosos de estos procesos: cercos, destrucción de sus casas, pueblos o ciudades, hambrunas, persecuciones, emigración, violación, abusos, secuestros, heridas o asesinatos de sus familiares, detenciones, interrogatorios, torturas, condenas o la privación de la vida. Sin embargo, en la extensa historiografía que existe sobre estos eventos, casi nunca se mencionan los roles cumplidos por las mujeres, sus historias de vida, su participación en dichos procesos. Las mujeres y su diversidad y los sectores subalternos, populares, dependientes, no fueron para la historiografía, sujetos de acciones relevantes y sus nombres fueron ignorados o eliminados de la transmisión histórica, generando una grave orfandad en la construcción de sus identidades.
Del mismo modo que los pueblos ancestrales de América, que durante 500 años y más estuvieron al margen de la historiografía, durante siglos las mujeres estuvieron privadas de una ciudadanía histórica, de una historiografía que recogiese los roles cumplidos por ellas en las luchas por un mundo mejor y en la construcción de nuevas utopías, formas de hacer y pensar, y aportes en todos los ámbitos de vida, creación y producción científica. Como consecuencia de este fenómeno general de invisibilización historiográfica de las mujeres, en la mayoría de los países latinoamericanos existen grandes vacíos respecto a la presencia de las mujeres en las etapas más significativas de la lucha independentista.
Michelle Perrot dice que: “Durante mucho tiempo las mujeres peruanas han estado olvidadas de la historia del Perú, tal como ha sucedido siempre, en todos los países del mundo, y en todas las sociedades. El silencio que las recubre tiene razones generales y particulares ligadas a su propia situación. En primer lugar, la invisibilidad que la dominación masculina ha impuesto a las mujeres, confinándolas a un espacio privado, dedicadas a la reproducción material y doméstica, algo poco valorizado y no merecedor del discurso. De allí la debilidad de las huellas dejadas por las mujeres. El limitado interés que han suscitado permitió que no se registraran ni sus hechos, ni sus gestos, ni sus nombres. Afortunadamente, la arqueología y los objetos suplen esta carencia de textos, sugiriendo la presencia de las mujeres en la cultura cotidiana Inca que demanda ser revisada a la luz de las relaciones entre los sexos.
Otra razón del silencio es el poco interés que el discurso histórico, fruto de una mirada dirigida hacia el pasado, ha otorgado a las mujeres. Resulta evidente que la historiografía peruana, nacida de la tradición hispánica, clerical y feudal, ha omitido a las mujeres, sean indias o españolas, de manera diferenciada pero igualmente reducidas al rango de accesorio de los conquistadores.”[4]
En la Revista Memorias de Venezuela, se afirma que solo se ha reivindicado el valor de las damas criollas que apoyaron la Independencia con aportes económicos, con tareas patrióticas, que no rompían los roles tradicionales de las mujeres coloniales o incluso cuando sufrían de manera ejemplar los castigos, persecuciones y en ocasiones la muerte, por su apoyo a la causa independentista “se hizo la apología de las mártires e invisibilizó tras las reglas del pudor la violencia contra el cuerpo de las mujeres en la guerra.”[5] Se invisibilizaron las mujeres del pueblo, que pertenecían a los sectores subalternos, tales como las “pardas, mulatas, zambas que partici­paron como troperas en los campos de batalla, que formaron baterías de mujeres en las ciuda­des sitiadas o en las batallas, miles de mujeres anónimas que fueron parte de esa fuerza movilizada del pueblo, contra la opresión realista, o que actuaron en el bando contrario.”[6]
En el Ecuador, que no ha sido la excepción, si bien tenemos muchos estudios sobre el Primer Grito de Independencia quiteña, desde distintos enfoques, mantenemos todavía un tremendo vacío en el conocimiento de las mujeres que contribuyeron a este proceso. Existen viejos artículos sobre los héroes del 2 de Agosto, en los que se da cuenta de datos de sus esposas, hijas y otras mujeres que estuvieron involucradas y biografías que exaltan a las más conocidas heroínas de etapa final de nuestra independencia 1820-1824. La más conocida y biografiada es sin duda Manuela Sáenz. Sin embargo, las biografías de las heroínas de la Revolución Quiteña de 1810-1812, están esperando ser escritas para las actuales y futuras generaciones de jóvenes que requieren paradigmas para la formación de elevados ideales y de una poderosa autoestima que fortalezca nuestra identidad nacional.

2. ¿QUIÉNES ERAN, A QUÉ SE DEDICABAN, CUALES FUERON LOS APORTES Y LAS VINCULACIONES DE ESTAS HEROÍNAS ILUSTRADAS DEL PRIMER GRITO DE INDEPENDENCIA QUITEÑA?

Una de las características colectivas que podríamos destacar de las heroínas quiteñas que reseñamos, es que pertenecían a familias criollas, algunas de gran prestancia, otras muy venidas a menos. Así, Mariana Matheu era hija de los Marqueses de Maenza, grandes de España, Rosa Zárate era nieta de un ministro togado y oidor de la Real Audiencia, pero al mismo tiempo, hija natural del doctor Gabriel Zárate y Gardea, María de Larraín era hija del Dr. Vicente Ontaneda y León y de María Isidora de Larrain y Pazmiño y nieta del Vasco don Carlos de Larraín, y destacada comerciante.
Manuela Espejo, en cambio, provenía de padres de humilde extracción, pero que por la formación del padre y sus relaciones sociales permitió a los Espejo una posición de élite cultural y Manuela Cañizares fue hija de madre criolla y español, era ilegítima, y no siendo atendida por su padre tuvo que trabajar duramente para sobrevivir. Ella debió ayudar a su madre, doña Isabel Alvarez y Cañizares y a su hermana menor María. Manuela no se casó jamás y a la muerte de su madre fue arrendataria de una habitación en el piso bajo de la casa parroquial del Sagrario, en donde se realizaron las reuniones conspirativas de la Revolución de Quito. Por sus declaraciones en su testamento, fechado el 27 de agosto de 1814,[7] sabemos que heredó una hacienda de su madre, situada en Cotocollao y que la vendió en 1790, y que el manejo del dinero resultante le permitió disponer de una modesta renta para vivir y que se ganaba la vida haciendo encajes, prestando dinero a interés y alquilando trajes que se utilizaban para fiestas, y también criaba ganado en una finca.
La mayoría de nuestras heroínas estaban casadas con criollos que desempeñaban cargos públicos en la Audiencia o que ostentaban cargos militares. Solo Manuela Cañizares murió soltera y sin hijos, las demás, eran casadas, pero tres de ellas: Josefa Tinajero, Rosa Zárate y María Larraín habían repudiado y se habían separado de su primer esposo
Otra característica común de estas mujeres es su ilustración. Todas se educaron en conventos femeninos o en su propio hogar y se cultivaron posteriormente por las lecturas que realizaban a partir de los intercambios culturales y políticos en las tertulias, en las cuales tuvo un papel muy importante, Manuela Espejo, quien además de haber recibido una formación humanística de parte de su padre, y también del Dr. Eugenio Espejo, su hermano mayor, tuvo acceso a su gran biblioteca y a los libros de José Mejía Lequerica, su esposo.
Otro de los factores que unen a estas mujeres es el hecho de que la mayoría eran esposas, hermanas, madres o familiares de luchadores por la Independencia. Así, Manuela Espejo es hermana de Eugenio, precursor, y Pablo Espejo, luchador por la Independencia y esposa de José Mejía Lequerica, destacado diputado en las Cortes de España; Josefa Tinajero es compañera del Prócer Juan de Dios Morales, antioqueño, y uno de los más radicales líderes independentistas; ambos fueron padrinos de matrimonio de Manuela Espejo, conjuntamente con el prócer Antonio Ante y su esposa Mariana Valdés y Olais.
Rosa Zárate y Ontaneda era la esposa de Nicolás de la Peña; Mariana Matheu era la hermana de Juan José Matheu, diputado a las Cortes de Cádiz, y esposa de Josef de Ascásubi, hermano de Francisco Xavier de Ascásubi, mártir en la masacre de 1812. Rosa Montufar y Larrea, hija de Juan Pío Montufar y Larrea, Marqués de Selva Alegre y Presidente de la 1ª. Junta Soberana conformada por la Revolución quiteña, sobrina del Comisionado Regio Carlos Montufar y de Pedro Montufar. María de la Vega y Nates era esposa de Juan Salinas; Manuela Quiroga y Coello, hija de don Manuel Rodríguez de Quiroga. De Manuela Cañizares han dicho varios historiadores que sostenía relaciones amorosas con Manuel Quiroga, hombre casado, pero no es un hecho comprobado y de haber sido público el hecho, es extraño que nadie los hubiera denunciado ante la Justicia, ya que el amancebamiento entre una mujer soltera y un hombre casado era grave delito en la colonia y se castigaba con prisión de la mujer, extrañamiento del lugar de residencia y multas.
Estas mujeres ilustradas estaban al tanto de la vida económica, social y política y asistían a reuniones en donde se discutían los problemas de la Audiencia. Aquellas reuniones llevaron a la creación de la Sociedad Patriótica de Amigos del País, promovida por el doctor Eugenio Espejo y aprobada por el Presidente de la Audiencia, Luis Muñoz de Guzmán. Sobre esta sesión inaugural, nos dice el historiador norteamericano Eric Beerman: “Con toda probabilidad el Quito colonial era más avanzado de lo que muchos de los actuales abogados de los movimientos feministas podrían pensar. Un lugar de honor lo ocupaba María Luisa Esterripa, dama de la Reina y esposa de Muñoz de Guzmán. Pérez de Calama pronunció el discurso inaugural dando el debido reconocimiento al gran número de distinguidas damas presentes, emulando a aquellas de la Matritense.”[8]
Manuela Espejo fue una mujer instruida por su padre en las artes de la medicina, y trabajó con su hermano Eugenio en el Hospital San Juan de Dios, atendiendo a mujeres pobres de Quito. Además, escribe en el Primer periódico que tuvo la Audiencia, llamado Primicias de la Cultura, con el seudónimo de Erophilia. Carlos Paladines en su libro “Erophilia conjeturas sobre Manuela Espejo”, hurga en el desconocido campo del cuestionamiento de los valores del mundo colonial del Quito de fines del siglo XVIII, y trata de explicar, el surgimiento y desarrollo de una personalidad tan vigorosa y atrayente como la de Manuela Espejo, una verdadera adelantada en la tarea de ruptura mental con el viejo régimen político y el anquilosado orden social. Dice Paladines:
“Al fenecer el mundo colonial, al concluir siglos de vida de la Audiencia de Quito y darse los primeros pasos tanto de ruptura con ese mundo y sus principales pilares, como de construcción de lo que habría de ser la República del Ecuador, descubrí que algunas mujeres son símbolo y referente de esa ruptura, de construcción y reconstrucción histórica. Desde mi perspectiva, ellas sintieron y atravesaron por la dura prueba de ver colapsar y hacerse añicos una serie de estructuras y valores; ellas tuvieron frente a sí todo ese proceso de desorientación y ellas asumieron la conflictiva tarea de desmontar a cada uno de esos valores y construir los referentes del futuro en dura batalla contra los usos, costumbres, reglas y leyes imperantes, como también contra las habladurías, comentarios, personas e instituciones que representaban el ‘orden’ y los ‘principios’ inmutables e imperecederos. En este escenario Manuela jugó un rol protagónico.”[9]
Paladines buscó revelar en su obra la falta de valoración, la postergación y el interesado “olvido” a que eran sometidas las mujeres de aquella época, pero también dar testimonio de la capacidad de las mujeres para superar esas limitaciones impuestas por la sociedad, por medio de la lucha contra el sistema y la defensa de sus derechos. Y por ello manifiesta que: “Erophilia fue una mujer ‘peligrosa’, no aceptó costumbres, formas de ver la realidad, normas establecidas que someten a las mujeres a las decisiones establecidas por los hombres y ante lo cual ella no plantea la resignación, sino más bien el rechazo y el cambio.”[10]
Mariana Matheu, es otra mujer paradigmática. El dato que nos obsede, en este caso, lo dejó consignado William B. Stevenson, un inglés de gran cultura, que vino como secretario del presidente de la Audiencia, Conde Ruiz de Castilla, y que vivió en Quito varios años. En sus memorias consignó el hecho de que Mariana era considerada una de las más importantes escritoras de la Audiencia. No hemos podido encontrar sus escritos pues muy posiblemente éstos se quemaron en el incendio producido en su casa cuando los realistas perseguían a don Josef de Ascásubi, su esposo, por su participación en la Revolución de 1810.
Estas heroínas eran audaces. Manuela Espejo se enfrenta con el Estado colonial, enviando solicitudes y diligencias para que su hermano Eugenio, fuera excarcelado por su deteriorado estado de salud. Presenta una demanda por daños y perjuicios causados por el Estado colonial contra la honra de su hermano Eugenio y contra la economía familiar. El presidente, Barón de Carondelet, declaró que se trataba de una "temeraria demanda e injurídica querella"[11] y rechazó los términos que consideró ofensivos para Muñoz de Guzmán y otras autoridades, condenándola a pagar las costas del juicio. Manuela apeló la nulidad de la sentencia, que le fue denegada. Pero, terca, apeló de nuevo ante el Rey, consiguiendo el efecto suspensivo del pago de costas del juicio.[12]
Mariana Matheu debió enfrentarse con su propia madre, doña Josefa Herrera, marquesa de Maenza, en una trifulca legal, para desposarse con su primo, Josef de Ascásubi, pues la madre objetaba la gran diferencia de edades y el hecho de ser primos hermanos. [13]
Las concepciones de género manejadas por el Estado, la iglesia y la familia, expresadas a través de los discursos normativos, develaban una permanente preocupación por constreñir la autonomía, la educación, y la sexualidad de las mujeres, en general. Los discursos religiosos estaban orientados a imponer el más estricto control sobre el cuerpo, los pensamientos, las modas, los comportamientos y la sexualidad de las mujeres. Existen varios sermones religiosos que así lo confirman.[14] Pero, la mayoría de estas revolucionarias tienen en común la ruptura de los esquemas tradicionales de vida y comportamiento de las mujeres en la Colonia: Manuela Espejo, en 1798, tres años después de la muerte de Eugenio Espejo, a sus cuarenta y un años de edad, contraerá matrimonio con el discípulo de su hermano, José Mejía Lequerica, de apenas 23, aunque ya era un destacado científico y abogado. Este asunto debió haber generado fuertes críticas en el vecindario, debido a la diferencia de edades, porque lo usual en la colonia era que los hombres mayores se desposaran con jovencitas inexpertas y no al revés.
Otra ilustrada, Josefa Tinajero Checa, integrante del círculo literario de Manuela Espejo se enfrentó con el obispo de Quito, Cuero y Caicedo, a propósito de su demanda de divorcio contra su esposo Joaquín Tinajero, alegando que éste, ayudado por el obispo, la había engañado para inducirla a un matrimonio desigual e ilegítimo, con un hombre mucho mayor, quien era su tío carnal, lo que estaba prohibido por las normativas de la Iglesia y estando separada se enamoró del doctor Juan de Dios Morales, antioqueño, y el más radical miembro de la Junta soberana de Quito, asumiendo abiertamente dicha relación, en un desafío a las contradictorias normativas morales de la época y su principal enemigo fue precisamente el Obispo Cuero y Caicedo. Tuvieron una hija llamada Manuela Tinajero Morales[15] que quedó en la orfandad, pues Morales fue uno de los asesinados en la masacre del 2 de agosto y Josefa Tinajero cargó valientemente con las consecuencias de una relación que rompía las normas de la moralidad colonial.
Pero hay otras historias de vida más polémicas y desafiantes, todavía. Doña Rosa Zárate y Ontaneda, nacida en 1763, en la parroquia de Santa Bárbara, quedó huérfana a los once años y fue casada en 1778, cuando apenas contaba con quince años, con don Pedro Cánovas, un hombre que le doblaba la edad y con quien evidentemente no hubo compatibilidad. Ella tomó las de villadiego y se radicó en Quito, rompiendo las normas matrimoniales de la época.
El 18 de noviembre de 1785, Rosa es acusada de sostener una relación concubinaria con un sacerdote, nada más y nada menos que con "el Provincial de los Frailes de San Agustín, llamado Fray Nicolás de Saviñón. Don Pablo de Unda y Luna elevó una denuncia ante el Ministro de Indias, don José de Gálvez, referida a que “Fray Nicolás de Saviñon ha puesto al Tribunal de esta Real Audiencia en la necesidad de desterrar de este Pueblo a una mujer de su torpe trato; no obstante de esto el permanece en buscar otras, y otras de la misma naturaleza; con cuya conducta tiene en alteración su comunidad, y en escándalo la ciudad.”[16] El Marqués de Sonora, Ministro Real, tras recibir esta denuncia ordenó de inmediato al Presidente de Quito, don Juan José de Villalengua, que informase sobre la situación. Y así respondió: “Noticioso el Tribunal de esta Real Audiencia de la escandalosa vida de Rosa Zárate, mujer de don Pedro Cánoba, la cual traía relajada a la juventud, mandó a los 25 de octubre del año pasado de 1784 comisiones al Oidor semanero Dn. Fernando Cuadrado para que seguida sumaria a la citada mujer, se resolviese lo conducente de su contención, y escarmiento de otras de la misma especie. De estas diligencias resultó que uno de los sujetos comprehendidos en su torpe comercio era el padre Fray Nicolás Sabiñón, con cuya justificación determinaba la reclusión de la expresada mujer por el término de dos años en el Monasterio de Monjas de la villa de Riobamba.”[17] Y como era usual, el castigo fue solo para la mujer.
Al salir de aquel encierro, Rosa volvió a vivir al barrio de San Roque en Quito y en 1790 la encontramos enredada en unos tormentosos amores con don Nicolás de la Peña, nieto del sabio Pedro Vicente Maldonado y, por tanto, de la familia de los marqueses de Lises. Para entonces, De la Peña era capitán de la Séptima Compañía del Regimiento de Infantería de Milicias Disciplinadas de la ciudad de Quito. Esta relación también le generó denuncias y persecución oficial y en 1793 tuvo que fugar y esconderse para no ir presa por amancebamiento ilícito. De sus amores con Nicolás nació Francisco Antonio de la Peña y Zárate y lo legitimaron cuando pudieron casarse, en 1801, debido a que Rosa enviudó de su primer esposo.
Este hijo Antonio, en la flor de la juventud muere en la masacre del 2 de agosto de 1812, dejando a su joven esposa Rosaura Veliz, encinta y quizá esa dolorosa pérdida le infundió mayor valor a Rosa Zárate para compartir importantes y audaces acciones rebeldes junto con los revolucionarios de la segunda Junta, quienes ajusticiaron a los jefes del bando de quiteños fieles al Rey, que encabezaba don Pedro Calisto y Muñoz, capitán de la Quinta Compañía del Segundo Batallón de Infantería de Milicias de Quito. De acuerdo al historiador colombiano José Dolores Monsalve, Rosa Zárate pertenecía al grupo armado de María Larraín.[18]
Por la misma época, Nicolás de la Peña y Rosa Zárate estuvieron ligados a una serie de acontecimientos que terminaron con la muerte del oidor Felipe Fuertes y del administrador de Correos José Vergara (19 de diciembre de 1810); por estos asesinatos fueron acusados como autores materiales los indios del barrio de San Blas y, como autor intelectual Nicolás de la Peña. La muerte del conde Ruiz de Castilla, ex Presidente de Quito, que ocurrió el 15 de junio de 1812, también fue atribuida a Nicolás de la Peña, y a sus seguidores del barrio de San Roque.
Otra de las mujeres más combativas y libertarias fue María Ontaneda y Larraín, más conocida como María de Larraín y Ontaneda, como se hacía llamar. Podría ser envidiada por muchas feministas actuales por su autonomía personal, para tomar decisiones sobre su vida. En 1797, a los 25 años, ya estaba separada de su marido Francisco Javier Escudero, Procurador de Causas de la Audiencia, con quien se desposó estando muy joven. Para 1802, ya estaba vinculada a las actividades revolucionarias, pues el haber conocido y tratado al Barón de Humboltd le había abierto una perspectiva de pensamiento liberador. Vivió primero en San Sebastián y luego en San Roque.
María Larraín dirigía el grupo armado del Barrio de San Roque, que participó activamente en todos los eventos del Primer Grito de Independencia y en compañía de ese cuerpo miliciano, “en 1812 hizo guardia de honor en la casa en que se alojó el Comisionado Regio Carlos Montufar.”[19] No debemos olvidar que en ese grupo combatía también Rosa Zárate y Ontaneda, a quien suponemos prima de María Larraín.
En noviembre de 1812, retornó al poder el gobierno monárquico, por medio del “Pacificador” Toribio Montes, quien asumió la presidencia de la Real Audiencia. María Larraín participó activamente en la defensa de la ciudad frente al avance del ejército realista de Montes y, tras la derrota de los patriotas en el combate de El Panecillo, se retiró hacia el norte junto con el ejército quiteño, que dirigía el coronel Francisco Calderón. Combatió en Ibarra contra las fuerzas de Sámano y, tras la nueva derrota, fue uno de los jefes patriotas apresados en las inmediaciones de la Laguna de Yaguarcocha. El 22 de diciembre de 1812, el “pacificador” Juan Sámano escribía desde Ibarra al presidente de Quito, general Toribio Montes, comunicándole que “la mujer de San Roque de Quito, la Larraín, que se acordará V.E. es acusada de que fue cabeza de las mujeres que apedrearon al Conde Ruiz de Castilla, cayó en mi poder y se encuentra herida, por lo que la mandé al (Convento del) Carmen, hasta que V.E. provea.”[20] Las autoridades españolas la condenaron a muerte, pero la sentencia nunca pudo ser ejecutada, puesto que ella se fugó del convento de El Carmen Bajo.
Todas estas mujeres ilustradas de la Revolución de Agosto se vieron avocadas a un sinfín de dolorosas pruebas, persecuciones, castigos y tormentos. La mayoría perdieron a sus esposos, padres y/o hermanos, les fueron confiscados sus bienes, la soldadesca realista robó profusamente en sus fundos y haciendas y les impusieron impuestos de guerra y sanciones pecuniarias. También debieron hacer frente a las obligaciones que antes tenían los hombres de la familia, para garantizar la manutención de sus hijos e hijas y luchar por la defensa de los pocos bienes que les quedaban. Las que no murieron, continuaron luchando por los ideales independentistas hasta que se logró la Independencia de toda la Audiencia en la Batalla de Pichincha.
Así, Manuela Cañizares, debió esconderse por algún tiempo en una hacienda del Valle de los Chillos, mientras en Quito se instauraba el proceso penal contra los sublevados y se pedía pena de muerte para ella. Cuando pudo volver a la ciudad, se refugió en casa de unos amigos entrañables, Miguel Silva y Antonia Luna, quienes vivían en el barrio de San Roque.[21] Manuela no vio el triunfo de la Libertad, terminó sus días en 1815.[22] El historiador colombiano, José Dolores Monsalve, señala que su muerte ocurrió estando asilada en el convento de Santa Clara de Quito.[23]
Mariana Ascásubi “era muy joven todavía cuando se produjo la derrota del primer movimiento libertario quiteño y la persecución y huida de su esposo, acusado de insurgente.” Luego del asesinato de su cuñado Francisco Javier, en la masacre del 2 de agosto, Mariana y su esposo tuvieron que esconderse y perdieron la casa en que vivían, por un incendio producido por los realistas. “Mientras Ascásubi permanecía oculto por largo tiempo en los montes, para salvar la vida, ella debió encargarse de la economía de la familia y de 6 hijos pequeños, al tiempo que intentaba liberar al esposo del castigo al que había sido sentenciado. [24] En medio de tantas penurias producidas por la terrible persecución política que se desarrolló luego de la revolución quiteña, Mariana enfermó gravemente y murió”.[25] Su esposo la sobrevivió y un hijo de ambos, Manuel de Ascásubi y Matheu, llegó a ser Presidente de la República del Ecuador en 1849.
María de la Vega y Nates, esposa de Juan Salinas, apoyó a su marido en todas las actividades independentistas y fue ella la que concibió la idea de sacarlo de la prisión, para librarlo de los maltratos que recibía y le confió su plan a don Mariano Castillo. Éste fue detenido por una delación y llevado preso con los demás patriotas. [26] Doña María fue puesta prisionera en su propia casa y, luego, ella y sus hijas fueron encerradas en una habitación del Palacio de Gobierno, donde se enteraron de la penosa muerte del coronel Juan Salinas. Quedó reducida a la más extrema pobreza, pues el gobierno español le confiscó todos sus bienes. Por las penurias afrontadas murió en noviembre de 1820, estando pequeña todavía su hija menor, y sin poder ver el triunfo de la Independencia. Su hija mayor, doña María Dolores Salinas se casó con el Dr. Joaquín Gutiérrez, eminente patriota, quien fue tutor de su hermana menor, María del Carmen, la que recibió una pensión concedida por el General Sucre. Esta última se casó con el rico propietario, don Manuel de Ascásubi, hijo de Mariana Matheu y Josef de Ascásub, quien llegó a ser Presidente de la República.[27] Las respectivas madres no vivieron para verlo y gozarlo.
Luego de haber extinguido los últimos conatos de rebelión quiteña, Toribio Montes empezó un período de persecución a los insurgentes, con la instauración de varios juicios en contra de los cabecillas. Muchos patriotas decidieron ponerse a salvo de la reacción española y huyeron hacia los más alejados parajes del país. Con este grupo iban doña Rosa Zárate y su marido, don Nicolás de la Peña, acompañados de su nuera, recientemente viuda, doña Rosaura Vélez de Alava. Ellos se dirigieron hacia el norte de la Audiencia, pues trataban de llegar a la zona sur del Cauca, en donde había un movimiento anticolonial importante.
Así llegaron hasta las costas del norte de Esmeraldas, y se refugiaron en las selvas de Cachaví y Playa de Oro, pero, fueron detectados por las fuerzas realistas y finalmente detenidos por el capitán José Fábrega, quien informó de su detención al presidente Toribio Montes.[28] Montes envió órdenes terminantes, el 19 de junio de 1813, en una carta dirigida a Güimbí, que decía: “He recibido dos oficios de V. de 17 de mayo y 1º. del corriente, quedando enterado de la prisión de Don Nicolás de la peña y su mujer, a quien después de recibirles su declaración y que den noticia del paraje donde han enterrado el dinero, y formando inventario de cuanto se les haya hallado, pues es constante que llevaban una cantidad considerable y alhajas, procederá V. a ponerlos en Capilla pasándolos por las armas por la espalda, y cortándoles las cabezas, que con brevedad, me remitirá V. del mejor modo posible para que se conserven, y que vengan ocultas a fin de ponerlas en la Plaza de esta capital”[29]
Montes constató con satisfacción el cumplimiento de sus órdenes cuando, el 9 de agosto de 1813, escribía a don José Fábrega: “He recibido los oficios de V. de 13 y 17 de julio último con las cabezas de Don Nicolás de la Peña y su Mujer, sus testamentos, certificación de sus entierros, relación de los efectos hallados, y la declaración que se le tomó al primero antes de su muerte.”[30] Fue así como terminaron las vidas de estos dos luchadores por la independencia quiteña, que compartieron los mismos ideales y la misma heroica muerte.
Entre las más jóvenes integrantes del movimiento de Agosto estaban: Rosa Montufar y Manuela Quiroga y Coello, hijas de Juan Pío Montufar y Manuel Quiroga, respectivamente, sufrieron tempranamente el impacto de la represión a los héroes de la Primera Independencia y alcanzaron a vivir el duro proceso posterior para conquistar la tan ansiada libertad, luego del 9 de Octubre de 1820, cuando se declara la Independencia de Guayaquil y se forma el ejército patriota que triunfa en Pichincha. Rosa Montufar se casó con el gobernador político Vicente Aguirre, quien estuvo proscrito durante la dominación española y luego fue un gran personaje de la vida republicana. Rosa Montufar, en una larga carta al Libertador Simón Bolívar, mostró las calamidades vividas por toda su familia y la ruina económica en la que quedaron, cuando el gobierno español traicionó la palabra dada, de perdonar a los dirigentes del movimiento precursor, y persiguieron y confiscaron los bienes de su padre Juan Pío Montufar. Su detallada exposición, muestra lo que vivieron la mayoría de estas heroínas. Dice Rosa Montufar:
“…Nosotros no hemos ahorrado gasto ni diligencia a fin de asegurar el triunfo a los ejércitos Libertadores. En la primera campaña de Huachi auxiliamos a la Expedición de Guayaquil con todos los sirvientes de nuestras haciendas enviándolos bien armados, y después hemos mantenido una diaria comunicación con el General Sucre, acerca de los puntos más interesantes al servicio de nuestras armas. No ha parado aquí nuestro celo: a beneficio de la más exacta diligencia se disminuyó el ejército español mediante la deserción que promovimos a costa de considerables sumas, y por entre los peligros con que amenazaba la ferocidad del Gobierno Español. [31]
“Mi hacienda de Chillo fue el punto donde se abrigaron los oficiales prisioneros del Huachi que libramos mañosamente de los cuarteles, …y allí acampó la División libertadora, cuando se propuso flanquear a los enemigos situados en puntos difíciles de Machachi. Nosotros los recibi­mos con cuanto podía desearse, para aliviar sus fatigas y necesidades, y des­de entonces siguió mi Esposo la campaña cooperando con los conocimientos relativos a la localidad del país. Y como era imposible que estos servi­cios continuados por largo tiempo permaneciesen ocultos, sucedió que re­velados por los prisioneros de Jalupana, se instruyese proceso criminal dejando mis bienes a discreción de las partidas enemigas que asaltaron mis haciendas de Chillo, y las saquearon sin perdonar cosa alguna, por dos ocasiones.
“En fin, herederos de los sentimientos de mi desdichado padre, no hemos poseído los restos de sus bienes sino para servir a la Causa de la Independencia, y prefiriendo la consecución de este bien, al fomento de las haciendas cuyas labores se han atrasado por la pérdida de los peones siempre ocupados en traer y llevar avisos, en conducir auxilios de caballos, municiones, fusiles en número considerable comprados a precios caros unos, y otros sacados clandestinamente del Parque mismo del enemigo, en salvar emigrados, y en otras atenciones que han facilitado la obra de nuestro rescate.
“…No me pe­sa, y antes bien, estoy resuelta a sacrificarlo todo por conservar el don inestimable de la Libertad a que V. E. ha consagrado su reposo, su vida, y todas sus facultades con la Gloria Inmortal de haber perfeccionado una empresa que le hace superior a los fundadores de la Libertad Anglo Ame­ricana…”[32] Simón Bolívar respondió el 29 de junio de 1822, concediendo lo solicitado por Rosa “en obsequio de la ilustre y destruida familia de los Montufar, que tanto contribuyó a darle a la ciudad de Quito la gloria de ser la primera en Colombia que recobró sus legítimos derechos.”[33]
En 1837, Manuela Quiroga y Coello, escribía a la Cámara de Diputados de la flamante República del Ecuador, dando cuenta de los infortunios vividos por ella a causa de la crueldad con que el gobierno español reprimió la revolución del Diez de Agosto de 1809 y dice acerca de la desdichada muerte de su padre, Manuel Quiroga:
“..Habría yo quedado para siempre confundida en sus cenizas, como lo quedó una esclava, si no me hubiese eximido de la muerte la turbación de los asesinos: pero sobreviví para verme rodeada de otras calamidades, a ese extraordinario infortunio se agregó la pérdida de la mayor parte de los bienes, de los cuales unos desaparecieron en el Secuestro, y otros cayeron en el saqueo a que fue entregado este pueblo cuando entró venciendo el Gral. Montes... Los restos consisten en dos pequeños fundos; no sirven sino para acumular más amarguras a mi corazón, siendo difícil partir mi subsistencia y la de nueve hijos tiernos con el pago de las pensiones a que se hallan afectos. Mi situación por último es demasiado triste: Estoy sumida en la miseria, y cuantas privaciones sufro, me hacen ver la falta de mi padre...”[34]
Vemos cómo algunas de estas revolucionarias quiteñas cargaron con la dura obligación de una maternidad -entonces- altamente prolífica y no prevenible: Manuela Quiroga con 9 hijos, Mariana Matheu con 6, María de la Vega y Nates con 2 hijas, de las cuales, la segunda nace poco después del asesinato de Juan Salinas, Rosa Zárate huyendo por las selvas con una nuera encinta, Josefa Tinajero pariendo a su hijita, fruto de su gran amor por Juan de Dios Morales, estando detenida por los españoles. Esa maternidad con las exiguas condiciones de salubridad, con el peso de la soledad, la carga de sostener a la familia en ausencia del padre, y la angustia de la violenta persecución realista significó para Mariana Matheu y para María de la Vega una muerte temprana e injusta.
Todas estas mujeres se jugaron la vida y la supervivencia de sus familias en la lucha contra el gobierno español y dieron de ellas lo mejor de sí, en la medida de sus condiciones y sus muy particulares circunstancias, nadie puede imputarles a algunas de ellas, el hecho de haber venido de cuna criolla, para desdibujar sus imágenes o desvalorizar sus aportes, porque nadie escoge la familia o la clase, el color de la piel o el lugar en el que nace. Esas son condiciones impuestas por una realidad vital que no controlamos. Lo que si podemos escoger son las ideas que defendemos, las utopías por las cuales luchamos, los cambios que queremos hacer y por los que estamos dispuestos/as a entregar la vida si es necesario.
Estas mujeres se cultivaron, se preocuparon por los problemas del país, fueron seducidas por la pasión colectiva de la rebelión, soñaron con un país gobernado por sus propios hijos, sin cadenas extranjeras que las oprimieran, amaron la libertad y creyeron que era posible construir un mundo mejor y por esa convicción entregaron lo que tenían, sus fundos, sus ahorros, sus joyas, sus esclavos, sus criadas, su tiempo y su tranquilidad, para apoyar el ideal que perseguían.
Su convicción y su entrega tampoco pueden ser disminuidas porque hayan sido esposas, hijas o familiares de los revolucionarios del 10 de Agosto. Estaban ahí en la encrucijada de la historia y no se amilanaron ante la brutal persecución de los “pacificadores” Toribio Montes, Juan Sámano, el sanguinario Coronel Arredondo, las tropas enloquecidas de pardos limeños destruyendo todo lo que encontraban a su paso, robando, abusando, violando a las mujeres más desprotegidas y asesinando vilmente a los patriotas.
Seguramente, no todas habrán sido conscientes de que cargaban a sus espaldas una discriminación milenaria por ser mujeres, y que la fuente de esa discriminación era por un lado la sociedad patriarcal colonial y por otro, la religión católica, apostólica y romana, implantadas de manera violenta por la conquista española, pero muy seguramente vislumbraban esa opresión, la sentían en las vísceras y en la piel y la sufrían todos los días, en la segregación, en el desprecio, y en muchas ocasiones, la enfrentaron terminando el yugo matrimonial basado en el maltrato, participando en la lucha contra la dominación colonial, enfrentándose a curas y obispos, desafiando el qué dirán de la hipócrita y pacata sociedad quiteña del Siglo XIX.
Y si aún hoy, en pleno Siglo XXI, cuando hemos avanzado tanto en la consecución de nuestros derechos, políticos, económicos, culturales, sociales, sexuales y reproductivos, tenemos aún tantas mujeres que no son conscientes de que existió y existe todavía una discriminación histórica y de género que hace parte de una cultura patriarcal y machista profundamente retardataria, que entraña una grave violencia, que no deja avanzar a la mayoría de las mujeres con “paso de vencedoras”, que no las deja realizar sus más hermosos sueños, que no les permite realizarse en toda la magnitud del término y ser felices a cabalidad, ¿Cómo podríamos endilgarles a estas heroínas de una época tan oscurantista, el que no hubiesen tenido una conciencia más exacta sobre sus postergaciones, sobre sus esclavitudes de género, sobre sus necesidades y derechos específicos?
Esas patriotas contribuyeron sin escatimar esfuerzos a nuestra independencia, a garantizar el paso de la colonia a la República, a un cambio en las relaciones de poder, a una transformación en las relaciones de género, cambios que no se realizaron de la noche a la mañana, que constituyeron un largo proceso de mutaciones en las identidades, en la cultura, en los usos y costumbres, en las leyes, en las formas de organización, en la administración, en la política, en la economía en las relaciones sociales, produjeron cambios en las ideas, en donde están enraizados los más profundos prejuicios patriarcales: la misoginia milenaria de la que se alimentaron la mayoría de las religiones opresivas, fundamentalistas, intolerantes; la xenofobia enfermiza producto del pensamiento estrecho y mezquino del aldeano, contra los seres distintos, los extranjeros, los pertenecientes a otras culturas, o los portadores de colores “extraños”.
Esas mujeres de la Revolución quiteña de 1809-1812 son importantes heroínas de la Historia del Ecuador, parte fundamental de nuestra identidad nacional, de nuestras identidades de género, de nuestra diversidad étnica y cultural y merecen tener presencia en la historiografía ecuatoriana y latinoamericana y un reconocimiento oficial público y notorio en este Bicentenario del Primer Grito de nuestra Independencia. Ojalá esta celebración permita que podamos tener en el transcurso de los próximos años, unas excelentes biografías de todas esas luchadoras que hasta hoy han permanecido olvidadas en el cuarto de costura de la Historia.

Quito, julio de 2009.


PONENCIA AL ENCUENTRO LAS INDEPENDENCIAS: UN ENFOQUE MUNDIAL.
VII Congreso Ecuatoriano de Historia 2009
IV Congreso sudamericano de de Historia
Bicentenario de la Revolución de Quito, 10 de Agosto de 1809.
Quito, 27 al 31 de julio de 2009



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[1] Guayaquil, 1952. Miembro Correspondiente de la Academia Nacional de Historia del Ecuador y de Número de la Sección de Historia y Geografía de la CCE, Licenciada en Sociología por la U.CENTRAL y Maestra en Ciencias Sociales con Mención en Género y Desarrollo por la FLACSO.

[2] Auto de Indulto dictado por Toribio Montes. En: AGI, Quito, leg.257.
[3] Sus nombres constan en el informe presentado en el auto que el “Pacificador” Montes dictó en Quito, el 5 de enero de 1813, indultando a algunos insurrectos y condenando a otros. Roberto Andrade: Historia del Ecuador, Tomo II, Apéndice Primero, p. 421.
[4] Prólogo a la cuarta edición de Sara Beatriz Guardia: “Mujeres Peruanas. El Otro lado de la Historia”, Lima, 2000.
[5] Varios Autores: “ Historias Insurgentes: heroínas, matronas y troperas: las mujeres en nuestra historia patria. Revista Memorias de Venezuela, septbre-octubre 2008, No.5, Min. Del Poder Popular para la Cultura, Centro Nacional de Historia, Caracas. p.28.
[6] Ibídem.
[7] Testamento de Manuela Cañizares, ante el Escribano Real Interino, Antonio de la Portilla. Protocolos sin índice de 1806-1815, f.367-369, Notaría de don Luis Paredes Rubianes.
[8] Beerman, Eric: "Eugenio Espejo y la sociedad Económica de Amigos del País, de Quito", en Núñez Sánchez Jorge, compilador: "Eugenio Espejo y el Pensamiento Precursor de la Independencia", ADHILAC, Quito, 1992, p.14.
[9] Entrevista con la Revista de Filosofía “Sophia”, Quito, Ecuador, Nº 2, 2008.
[10] Ibídem.
[11] Juicio de residencia al ex Presidente de Quito, Luis Muñoz de Guzmán. AGI, Quito, legajo 251, ff. 14 a 40.
[12] Ibíd.
[13] “Carta enviada al Rey por la marquesa de Maenza". AGI, Sevilla, Quito. L-384.
[14] Ver Londoño, Jenny: “Entre la sumisión y la Resistencia, las mujeres en la Real Audiencia de Quito”, Edit. Abya-Yala, 1997, p. 91-100.
[15] Vladimir Serrano Pérez: Los Serranos de Quito, Quito, CEDECO, 1995.
[16] Carta de don Pablo de Unda y Luna al Ministro de Indias, Josef de Galbes, AGI, Quito, legajo 378B.
[17] Ibid.
[18] Monsalve, José Dolores, Ibid.
[19] Idem, pp. 132-133.
[20] Carta de Juan Sámano al Gral. Toribio Montes, Ibarra, diciembre 22, 1812, en BANH, Vol. XLI, No.95, Sección Notas bibliográficas, Quito, enero-junio de 1960, p.116.
[21] Jurado Noboa, Fernando, ob.cit. p.127
[22] Testamento de doña Manuela Cañizares, Fotocopia Registro de Escrituras Públicas del Escribano interino, Antonio de la Portilla, a fojas 367-369. Notaría III, Años 1806-1815.
[23] José Dolores Monsalve: Mujeres de la Independencia, Bogotá, Imprenta Nacional, 1926, pp. 43-44.
[24] AGI, Quito, Legajo 386.
[25] Ibíd.
[26] Celiano Monge: “El Capitán Don Juan Salinas”, en Boletín Sociedad Ecuatoriana de Estudios Históricos Americanos, Quito, No.2, Imprenta U. Central, agosto-septbre, 1928, Quito, pp.145-152.
[27] Ibídem.
[28] Isaac Barrera, en Boletín de la Academia Nacional de Historia, Volúmen 22, No. 59 (Enero-junio 1942), p.104.
[29] Ibidem.
[30] “Documentos Históricos”, BANH, Quito, Oficio 104 , Vol. 22. No. 59, Junio 1942, pp. 103 a 118.
[31] Documentos sobre Dn. Juan Pío Montúfar y su familia. En BANH, Vol.39, No.94, julio-dicbre 1959, pp.280-285.
[32] Idem, pp.281-282.
[33] Ibídem, p. 283.
[34] Carta de doña Manuela Quiroga y Cuello, en “Documentos Históricos” , BANH, Oficio 154, cit., pp. 259.

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